Decía en cierta ocasión la M. Teresa de Calcuta a sus monjas: «No penséis que hemos venido a esta congregación a servir a los enfermos. No, hemos venido para conocer a Jesucristo. Ése es el fin principal. Ahora bien, para conocer e identificarnos con Cristo, Dios ha querido que le sirvamos en los pobres y enfermos. Ésa es nuestra vocación y nuestro carisma específico».
El objetivo básico de todo cristiano es conocer a Jesucristo y de este modo descubrir y vivir la caridad. Cada uno lo hace por el camino que le señala su vocación. Lo mismo hay que decir de todo tipo de comunidad cristiana. Las órdenes religiosas, por ejemplo, las asociaciones o movimientos cristianos tienen como fin fundamental entrar en comunión con Jesús. Sin embargo, a cada uno de ellos el Espíritu le da una vocación o carisma particular que marca su camino para llegar a Cristo. .¿Cuál es el carisma de los Dominicos? Entrar en comunión con Cristo mediante la predicación y el estudio de la Palabra de Dios. ¿Cuál es el carisma de los Salesianos? Conocer a Jesucristo sirviéndole en la educación cristiana de la juventud. En esa vocación se especializan ellos de una manera plena y a ella dedican todos sus afanes.
La vocación y el carisma cristiano presuponen la fe en Cristo Jesús. Cada individuo recibe su llamada específica en un proceso de fe. El Señor para canalizar y profundizar la entrega de estas personas, haciéndolas más partícipes de la gracia de Jesucristo, las llama o, mejor dicho, les regala una determinada vocación y de esa forma se diversifican las tareas, funciones y ministerios de la Iglesia.
La llegada de los movimientos
El siglo XX va a ser recordado en la historia como el siglo de los grandes movimientos cristianos. Otras épocas han conocido también diversas manifestaciones similares, pero los del siglo XX parecen señalar la entrada en una nueva era de la Iglesia. Estos movimientos conservan la Finalidad básica del afán cristiano que nos lleva a Jesucristo y enfatizan, por consiguiente, la vivencia de una fe que crece y se desarrolla en comunidad mediante la caridad. Se diferencian de las órdenes y congregaciones religiosas, desde el punto de vista que nos interesa aquí, en que estos grandes grupos o movimientos están constituidos, en gran parte, por personas seglares. Este hecho crea y requiere una dinámica nueva, y presupone una teología de la perfección muy distinta de la que hubo en otras épocas.
Todos estos movimientos seglares que han florecido en el siglo XX han sido constituidos también alrededor de un carisma o intención fundamental. A veces es de tendencia contemplativo como el carisma de Taizé, pueblito francés cerca de Cluny, adonde llegó Roger Schutz y fundó una comunidad de monjes en 1944 en la que año tras año se reúnen miles de jóvenes para una búsqueda ecuménica de la unidad, resaltando básicamente lo que nos une y no lo que nos separa, como suele él decir a la comunidad. Otras veces los carismas de estos movimientos vienen definidos por diversas tendencias de tipo pastoral. Toda esta gran movida espiritual dentro del cristianismo presupone, como elemento indeclinable, la fe de los participantes, que va a ser cultivada, acrecentada y culminada con su pertenencia al movimiento. A la vez, claro está, ejercen una auténtica labor de evangelización en personas alejadas por la irradiación de su vivencia comunitaria, sus trabajos y su garra testimonial.
Diversidad de movimientos
Los movimientos que nacieron a principios de siglo están marcados por el estilo y la calidad de fe que se vivía en aquellos momentos. Algunos de ellos conservan aún ciertos aspectos que les asemejan, en parte, a las órdenes religiosas. Con el paso del tiempo han ido evolucionando con características y estructuras tan novedosas que no están contempladas en el ordenamiento jurídico de la Iglesia y no caben en el Derecho canónico, ni siquiera en el último que ha entrado en vigor en este mismo pontificado de Juan Pablo II. Hay aquí una novedad de¡ Espíritu, ajena a toda previsión y programación humana que, poco a poco, irá siendo asumida por la Iglesia a todos los niveles.
En el primer tercio del siglo XX, con los albores de la mentalidad de la «Nueva Cristiandad» surgió la Acción católica, que participaba de su misma intuición pastoral. Se trataba de prolongar, mediante los laicos, el apostolado de la jerarquía, buscando conquistar y evangelizar ambientes hasta entonces muy descuidados por la Iglesia. El Vaticano II puso en grave crisis a todos los grupos que participaban de esta perspectiva pastoral. Actualmente, los que sobreviven, están tratando de resituarse.
Por aquellos mismos años apareció la Legión de María, fundada el año 1921 en Dublín por Frank Duff, funcionario del ministerio de hacienda. El fin es «la santificación de sus miembros por la oración y por una cooperación activa en la obra de María». Se dedicará a la salvación de los más abandonados entre la población. El Opus Dei de José María Escrivá de Balaguer, nacido a Finales del mismo decenio es fruto de la misma época y trata de fomentar en sus miembros la santidad en el mundo a través del trabajo profesional. Algo más tarde, por los arios cuarenta, fueron fundadas en Madrid por D. Abundio García Román las Hermandades del Trabajo, que son una organización apostólica y social para promocionar el mundo del trabajo.
Más cercanos a nuestros días han visto la luz otros movimientos de gran influencia social y religiosa que destacan fuertemente en su labor pastoral y evangelizadora, al menos en nuestros ambientes latinos. Entre ellos podemos citar a Los Focolaris, cuyo origen se remonta a 1943. Hijos de la sensibilidad femenina y de la inspiración espiritual de Chiara Lubich. Desean vivir el evangelio desde la perspectiva de la unidad, a la cual quieren llegar por medio de un amor oblativo que acoge a los demás como son. Comunión y Liberación, nacido en 1954 por inspiración del sacerdote Luigi Giussani, es un movimiento italiano, como el anterior, fundado para insertarse de una manera viva y militante en el campo estudiantil mediante una vivencia fuerte de Jesucristo en comunidad. Finalmente los Cursillos de cristiandad promovidos por Monseñor Hervás, obispo de Mallorca, D. Eduardo Bonín, D. Sebastián Gallán y un grupo de jóvenes, nacieron con la intención de formar grupos de cristianos que fomentaran cristianamente los ambientes. Su origen se remonta al año 1949 pero han logrado mantener un principio de actualidad vivo por haber encontrando un amplio hueco pastoral, prolongando de alguna manera la experiencia de las Misiones populares. Desarrollan tendencias más abiertas en la línea de la evangelización. No se dirigen a un público especializado ni subrayan algún aspecto del mensaje sino que se acercan mucho a una predicación libre y kerigmática, con las consiguientes experiencias de conversión e iluminación.
El Camino neocatecumenal
Entre los movimientos surgidos a raíz del Vaticano II y que recogen, por tanto, en su inspiración inicial toda la fuerza renovadora de los documentos conciliares, el más antiguo dentro de la Iglesia Católica es el de los llamados Neocatecumenales.
Este Camino se inició en Madrid en 1964 entre los chabolistas de Palomeras altas. Allí Kiko Argüello y Carmen Hernández fueron llamados por el Señor a vivir su cristianismo en medio de los pobres. Ellos mismos se vieron sorprendidos cuando su experiencia y su predicación comenzó a concretarse en una auténtica síntesis catequética. Tres fueron las piedras angulares de este edificio espiritual: una palabra poderosa (kerigma) que se hizo carne en la gente pobre pero abierta para acogerla; una comunidad que surgió al conjuro de esta palabra de salvación; y una liturgia en la que se celebraba todo ello. Este trípode va a ser también la base del posterior desarrollo de este movimiento evangelizador y renovador.
Con el paso del tiempo fueron llamados desde varias parroquias para implantar en ellas el catecumenado incipiente. Constataron con gran alegría que también en las parroquias funcionaba el esquema catecumenal que había surgido entre los pobres. Esta experiencia parroquial ha marcado su desarrollo posterior. Actualmente tienen como objetivo insertarse en las parroquias para, a través de ellas y en comunión con el obispo y el párroco, llevar a cabo una obra de reevangelización. Conscientes de la fuerza del Bautismo, pero también de la casi nula eficacia práctica de dicho sacramento en multitud de cristianos, lo van actualizando y haciéndolo experiencia a lo largo de un proceso catecumenal dividido en varias etapas.
Punto de partida
El otro gran movimiento surgido del Vaticano II es la Renovación carismática. Nació en 1967. Tampoco se identifica a sí mismo como movimiento y la palabra no le pega bien cuando trata de autodefinirse. Sin embargo, hay que ser sencillos y realistas. ¿Es la Renovación un movimiento? Yo diría: en cuanto al impulso renovador es un movimiento; en cuanto a los contenidos a renovar no lo es sino más bien es la Iglesia en movimiento. Lo que la Renovación trata de renovar es toda la vida cristiana, pero enfatizando lo más básico que es el propio bautismo y sus consecuencias más directas.
He oído con frecuencia a muchos superiores religiosos quejarse de que sus súbditos asistan a los grupos carismáticos. En algunos conventos de monjas la Renovación se está viviendo como en catacumbas, de una manera clandestina y con complejo de persecución. La prohibición de orar al estilo carismático y de asistir a los grupos, a veces, es radical. El argumento es el de la doble pertenencia o doble espiritualidad. «¿No tenemos ya nuestro carisma, nuestra espiritualidad, nuestro camino propio?»
Podemos conceder que por motivos de disciplina, de horarios, de ocupaciones no sea factible una presencia de ciertos religiosos en los grupos carismáticos. Ese es un problema cuya solución no nos pertenece. Lo que arguye un desconocimiento hondo del tema, rozando a veces la frivolidad, es el de la doble espiritualidad. La Renovación no se pone nunca en contradicción con ningún carisma, porque su campo de acción es anterior a la división de todos los carismas. Va a incidir en lo que es común a todo cristiano, es decir, en el Bautismo y, en general, en el terreno de la iniciación cristiana.
«Con el agua de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el Bautismo y la Eucaristía se ponen los cimientos de la Iglesia» (San Juan Crisóstomo, catequesis 3, 13-19).
La Renovación carismática va a radicalizar el proceso de iniciación cristiana hasta el punto de rozar al propio Bautismo. Todos los ministerios, todos los carismas que originan las diversas órdenes religiosas, todos los movimientos que han existido hasta ahora en la Iglesia presuponen dos cosas: la fe y el Bautismo. La Renovación carismática, sin embargo, aceptando sin discusión la teología clásica del Bautismo, invita en línea pastoral a todos sus miembros a ser rebautizados en el Espíritu, para que se engendren en ellos auténticos contenidos de fe viva y operante. El asombro se produce cuando se pueden contar por decenas de millones las personas que a lo largo y ancho del mundo pueden testificar que este método funciona y es tremendamente eficaz. No sólo eso, sino que marca un antes y un después en la vida espiritual de los que lo reciben. Ninguna persona que entre en la Renovación persevera más allá de unos meses si no ha sentido en su propio ser esa iluminación que es la característica clásica del Bautismo cristiano. El asombro, como es claro, no se refiere al método ni al rito, por otra parte sencillísimo, sino al designio por el que Dios ha querido unir una gracia tan sorprendente y tan intensa de iluminación a esta sencilla ceremonia.
El bautismo en el Espíritu
Los discípulos, antes de la muerte de Cristo, ya eran cristianos, ya habían sido bautizados en agua, ya eran discípulos de Jesús. Sin embargo, el escándalo de la pasión les encontró sin fuerzas, sin capacidad de resistencia y huyeron todos como unos cobardes. Jesús, después de resucitado, les dice: «No os ausentéis de Jerusalén. Esperad aquí la promesa del Padre. Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4-8). A pesar, pues, de estar con Jesús y haber vivido tres años juntos, los discípulos necesitaron un pentecostés que los hizo nuevos.
La Renovación recoge estos datos y los hace actuales. También en el mundo de hoy hay multitud de personas que siguen a Cristo, que han sido bautizadas y confirmadas, que se glorían incluso de esa fe, pero que no se manifiestan en ellas los frutos de ningún pentecostés. Su vida cristiana es cansina, sin signos, guiada por la razón, incapaz de testimoniar, sin auténticos dones del Espíritu. Sin darse cuenta caen en la práctica de una religiosidad natural que aquieta sus conciencias hasta donde puede, pero no les produce una relación personal con Cristo ni les da la «parresía» para confesarle en todo momento y dejar que Él guíe sus vidas.
La Renovación, por tanto, es un precioso recinto donde Jesús vuelve a insinuar actualmente a todos los que le quieran escuchar: descubrid ahí la Promesa del Padre. Dejad que os inunde el don de Dios. Recibid mi Espíritu que os iluminará. Por eso, el Señor realiza en ella esa efusión poderosa, tan sorprendente para todos los que la han experimentado y que constituye el punto de partida de toda la espiritualidad de la Renovación.
Es importante estar dentro de la Palabra de Dios y de la tradición de la Iglesia, pero fuera de esto no hay que caer en la tentación moderna de teorizar siempre la experiencia. Al contrario, hay que apurarla hasta el fondo y dejar que las nuevas vivencias nos inunden. De esta forma se darán auténticas conversiones, cambios de vida, florecimiento de carismas. Hoy día se necesita renovar más la experiencia que el conocimiento. En realidad son las experiencias nuevas las que conmueven y pueden arrastrar al mundo.
Pentecostés
La experiencia carismática se inicia con un pentecostés. Es pentecostal. Pentecostés es una irrupción, no una siembra. No es el Fin de un catecumenado sino el principio de un proceso o vida nueva. Estamos acostumbrados a que la gracia se siembre en lo humano y vaya germinando poco a poco. Un pentecostés, sin embargo, es sorpresa, es gratuidad total, es lo inesperado. En él, el Espíritu toma la iniciativa y, aunque estés en oración, pidiéndolo, te encuentra desprevenido.
Por eso, la experiencia pentecostal está abierta a todos: a los pobres, pecadores, impreparados, despistados, analfabetos y, de una manera especial, a los niños, es decir, los que no rechazan la presencia del Señor. Muchas de las personas que acceden «por casualidad», a los grupos antes de conocer la doctrina cristiana, antes de un comportamiento moral, sin haber practicado nunca los sacramentos ni conocido la Iglesia se encuentran invadidos por una experiencia religiosa. ¿Qué es esto? ¿Qué me pasa? se preguntan. Es el Espíritu que viene a los pobres y quiere reconstruir en ellos un largo camino. Desde esa experiencia descubrirán a Jesús, la fraternidad, la oración y la Eucaristía. Los pobres hoy, para llegar a Jesús, se encuentran con demasiadas doctrinas, documentos, reflexiones, teologías, puntos de vista sobre la persona de Jesús, sin poder descubrir a Jesús en persona. Se ahogan en esa maraña. Si escapan de esos lazos les esperan multitud de ritos, de liturgias, de ceremonias, bajo los cuales tampoco vislumbran la fraternidad. Y si se sortea todo esto, se puede encontrar uno con un entramado de burocracia, de papeleo y de oficialidad donde se hace difícil descubrir la caridad.
El Espíritu lo quiere hacer todo mucho más sencillo. Por eso se Inicia con una experiencia religiosa que se expresa básicamente con una palabra: amor. Dios me ama. Esta es la vivencia básica del cristianismo. Si eso no existe sobra todo lo demás. Ahí uno descubre que Dios no se ha separado de los pobres, que puede haber un pentecostés para los drogatas, para los sidotas, para los chorizos y camellos y para todos los impreparados. A estas personas les es difícil descubrir a Jesús desde la teología actual, desde el lenguaje y el rito oficial. Por ello Jesús, corno en Palestina, se les hace el encontradizo por las cercas, los setos y arrabales. El Espíritu ha venido en ayuda de la nueva evangelización. Cuando se está a punto de perder el enganche espiritual con los pobres sucede el vuelco. Los pobres son de nuevo evangelizados. Los últimos se colocan los primeros.
Jesús vive
Para entender en profundidad el evangelio debería empezar a leerse siempre desde los capítulos que habían de la resurrección de Jesús. Si a Cristo no se le vive y se le entiende resucitado el resto del evangelio sirve para poco. Jesús sería un hombre interesante, pero no nuestro salvador. Aún más: el evangelio tomado desde otra perspectiva nos haría daño por inhumano. Sus exigencias serían destructoras, dada la debilidad natural del hombre. «Occideret» es la palabra que usa Tomás de Aquino. La letra del evangelio nos mataría.
La espiritualidad de la Renovación enfatiza fuertemente la vivencia de un Jesús vivo y resucitado. No precisamente como una frase teórica sino como una experiencia personal y comunitaria. La fuerte experiencia religiosa pentecostal que se recibe con el «bautismo en el Espíritu» hace referencia inmediata a Jesús el resucitado que mediante su Espíritu nos ha tocado. Con ello se produce la alegría de la Pascua de resurrección. De un solo golpe se descubren dos cosas fundamentales: la fe y su contenido básico. Esta alegría impregna todas las manifestaciones de un grupo carismático.
La gratuidad es total en esta experiencia. En efecto, la adhesión a Jesús, en este caso, no es un acto natural, sino efecto de la fe. Ningún hombre lo puede hacer, por más esfuerzos y maña que se dé. Es de otro orden, es otra dimensión. Sólo el Espíritu Santo lo puede hacer. Por eso, una experiencia viva y fuerte de esto significa entrar en una dimensión donde los dones van a dejarse sentir con profusión. Parece imposible esto, dado que en la espiritualidad siempre ha habido que recorrer un fatigoso camino para alcanzar la actuación de los dones. Sin embargo, éste es un dato cierto en la Renovación y si se minimiza se pone en peligro el grupo, que pronto deviene una simple reunión de devoción. Los dones del Espíritu sirven para facilitarnos y hacer sencillo el descubrimiento de un Jesús vivo, haciéndolo presente en todo el discurrir de nuestros actos. La Renovación es una prueba de que los dones del Espíritu generan un cristianismo que debería ser normal, el de todos los cristianos bautizados. Por desgracia, hoy, el listón de la normalidad en la vida cristiana está sumamente rebajado hasta puntos en los que apenas aparece ni la presencia ni la necesidad del Espíritu Santo.
Jesús es el Señor
En la Renovación hay, pues, una revaluación de lo sobrenatural, tan domesticado por la razón en estos tiempos. Siempre que el Espíritu empieza a ser protagonista se abren anchas perspectivas en la vida cristiana. La fuerza y el poder de lo sobrenatural se hacen presentes. El Espíritu se hace verdaderamente nuestro pedagogo para llevarnos a Jesús, en el que se encierran todos los tesoros con los que el Padre ha querido bendecir a los hombres.
Dentro de la espiritualidad de la Renovación carismática, hay un punto que es necesario destacar: todo es gratis, pero al precio de la sangre de Cristo. Por eso, el hombre tiene que pasar por el bautismo y optar por Jesucristo. Esta opción incluye un largo proceso de purificación o sanación que se llama obediencia de la fe y que se inicia cuando la gracia te lleva a someter tu vida al señorío de Jesús. De esta forma, el poder del Resucitado y Señor desalojará de nosotros el dominio de todos los demás señores. Es una acción liberadora, pero en ella se van a sentir conmovidos los cimientos del propio yo. El sometimiento de tu vida al poder del señorío de Jesús va a constituir el inicio del proceso de la santificación de cada persona.
En nosotros, los bautizados, normalmente el Espíritu está dentro. Pero el hombre viejo ahoga las manifestaciones de ese Espíritu, o bien por el pecado, o bien por una serie de complejos, bloqueos, resentimientos y racionalismos. Entonces no se nota, no hay vida, no hay santidad. Actuamos más por nuestros propios principios humanos que por la fuerza del Espíritu. Cuando sometemos este hombre viejo al poder de la Resurrección va siendo evangelizado o sanado por parcelas y entonces vivimos con la continua sensación de estar caminando. Hoy se te ilumina una parcela de tu vida, mañana otra. De esta forma se vive con la sensación de que alguien está sanando y guiando tu vida. Me decía hace poco una chica joven que el Espíritu funciona en ella al estilo de un microchip. ¿Qué es eso?, le pregunté. «Un microchip, me dijo, es la unidad mínima de conducción con el máximo de información. En un cabellito superfino puede almacenarse toda la información de la biblioteca nacional de Madrid. Lo único, que el Espíritu se ahorra hasta el cabellito, viene directo. Cuando más descuidada estoy recibo un máximo de información sobre un punto que me deja parada».
La Renovación es una gran escuela y puede producir verdaderos frutos de santidad. Como es de una gratuidad tan fuerte y tan sorprendente es necesario que haya auténticos maestros y dirigentes verdaderamente experimentados, atentos al Espíritu, pero también con el coraje de abordar caminos distintos y transitar por sendas nuevas. Muchos de los esquemas, clichés y conclusiones definitivas de la espiritualidad tradicional tienen que ser seriamente revisados desde esta nueva experiencia que, al fin, no es más que una renovación, pero tan poderosa que parece todo nuevo.
Más de cien lúmenes
Hasta hace poco, mi parroquia estaba iluminada por un antiguo y antiestético sistema eléctrico. No estábamos a oscuras pero no había alegría ni luminosidad. Ahora nos hemos decidido a cambiar ese viejo sistema. Nos han puesto uno nuevo, no mucho más estético pero esplendente, con unos potentes focos halógenos, indirectos, que resaltan hasta los últimos rincones del templo. El técnico nos decía: «Ustedes no tienen actualmente ni cuarenta lúmenes, es necesario pasar a más de cien». El lúmen es la medida básica de luminosidad, como el metro lo es de longitud. Verdaderamente parece otra arquitectura.
Yo creo que la Renovación es un sistema espiritual nuevo que puede iluminar a la Iglesia con más de cien lúmenes, para que vaya pareciendo otra. Y lo puede hacer porque ha vuelto a conectar con las fuentes verdaderas donde se produce la energía espiritual. La vida cristiana o es pascual o no sirve para nada. Como hemos visto, la Renovación no nos ahorra ni la kénosis, ni la cruz, ni la obediencia, pero las ilumina con la luz pascual del señorío de Jesús. De esta forma comprendemos que todo tiene que pasar por la muerte para ser vencido y resucitado, pero todos estos temas vistos con los potentes focos halógenos de la Resurrección parecen otros temas. Tus pesos, por los que estás sufriendo ahora y que tal vez te están destrozando y degradando como persona, han sido ya pasados por la cruz de Cristo y sanados en su Resurrección. El Espíritu Santo te hará conectar con este circuito para que experimentes, que aunque tengas que pasar tu cruz y morir tu muerte, en Jesucristo ya son gloriosas, con más de cien lúmenes. Respetando la hondura del dolor humano y sus plazos de asimilación, si la tristeza permanece en ti inconmovible, es que no has conectado verdaderamente con la Pascua de Cristo. Sigues medio a oscuras. En el cristianismo la dicha siempre es más honda que la pena.
De esta forma comprendernos el talante festivo de la espiritualidad carismática que, por otra parte, despista a muchas personas. Algunos piensan que los carismáticos son unos cantamañanas, frívolos y superficiales, que se juntan por un simple instinto gregario y se pasan el tiempo haciendo globitos. A veces he pensado que en las cosas del Señor casi siempre se cumple aquello de «para que viendo no vean y oyendo no entiendan» (Mt 13,13). El cristianismo siempre tendrá un tinte de infancia porque «de los que son como ellos es el Reino de los cielos» (Mc 10,14). Pero si te dejas guiar por el Espíritu –eso es la Renovación carismática– descubrirás en tu propia historia toda la tragedia que ha significado el pecado del hombre, condensada en el rostro del Cristo crucificado, muerto y lívido, pero en el que sigue brillando la esperanza.
La alegría de la gratuidad
Un compañero me decía un día semi en broma: «tú, Chus, has sabido elegir bien. Como el trabajo y el esfuerzo no te apasionan gran cosa, te has acogido a la gratuidad y ahí eres feliz. No sé si todos los carismáticos sois iguales, pero la ventaja que lleváis es que os lo pasáis en grande». Yo traté de aclararle un poco el tema, quise decirle que la gratuidad es el camino más duro que puede escoger un ser humano, pero ya no me escuchaba.
Este es otro de los contenidos básicos en la espiritualidad carismática. En ocasiones me he gozado en percibir la Renovación como si fuera un zumo destilado directa-mente de la Carta a los Gálatas: «Oh insensatos gálatas –decía Pablo a aquellas comunidades de Galacia que comenzaban a dejar de ser carismáticas– ¿quién os ha embrujado? Sólo quiero que me respondáis a una cuestión: ¿recibisteis el Espíritu por las obras que habéis hecho o por la fe sencilla en la Palabra?» (Gál 3,1). A Pablo se le rompía el alma cuando aquellos paganos, hijos de la gratuidad, no pudiendo soportarla por mucho tiempo y azuzados por el incordio de unos judíos semiconvertidos, empezaban a sentir la necesidad de justificarse por las propias obras «santificadas» por la Ley.
La gratuidad es una flor delicada, muy difícil de conservar. La culpabilidad humana nos inclina pronto a la autojustificación. Es imposible aguantar. en fe, en confianza, en espera larga. Ni Abrahán fue capaz de hacerlo: la espera se le hizo tan larga que, por si había entendido mal la promesa de Dios, tuvo un hijo con una esclava. El ser humano se destroza en la espera de la fe. El que aguanta queda purificado del todo, pues su yo deja de existir. Entonces ya no vive él, es otro quien vive en él.
Dios nos ha dotado a los hombres de poderes y facultades, tanto en el cuerpo como en el alma, que tenemos que desarrollar. En el terreno humano nadie va a hacer por ti lo que tú no hagas. Hay que fortalecer el yo, educar la inteligencia, ejercitar la voluntad. Es necesario entrenar el cuerpo, trabajar y esforzarse al máximo. De ello dependerá tu personalidad, tu progreso y tu éxito. En este terreno no hay gratuidad sino esfuerzo, previsión e inteligencia. De ello va a depender la cultura y la civilización humanas.
El problema se presenta cuando trasladamos estas prácticas humanas al campo del Reino de Dios. Todas las religiones naturales se basan en el esfuerzo y la expiación. Tendemos a hacer propicio a Dios, a ganárnoslo para nuestra causa. La gratuidad, por el contrario, se da cuando es Dios el que toma la iniciativa, cuando nos ama siendo enemigos, cuando nos salva sin haber hecho méritos. Al hombre le es casi imposible aceptar esta perspectiva. Quiere salvarse por sí mismo, por sus buenas obras; quiere su justicia, no la que viene de Dios. El hombre es capaz de cargarse con cualquier peso, asumir toda clase de exigencias con tal de experimentar la «buena conciencia» del esfuerzo realizado. Pero entonces dirá Pablo. «si somos buenos por nuestras propias obras, ¿qué necesidad tenemos de Jesucristo?» (Gál 5,2).
La gratuidad significa entrar en ocasiones en una confianza total de que Dios te va a ayudar en los más pequeños detalles, va a colocar a tu lado las personas que necesites, te va a guiar por los pasos que tú desconoces. «Pero eso es temeridad», me decía un día una mujer. ¿Sabe usted, señora, le respondí, lo que es el don de piedad? Gratuidad es un estilo de vida, la forma de vivir del hombre nuevo. La Renovación quiere vivir la gratuidad al máximo. Pero esto es un don, una gracia. El que no lo tiene ni lo entiende siquiera. Piensa que es un asunto de vividores y superficiales. Sin embargo, es algo tan impactante que te obliga a responder no a una exigencia sino a un amor, a una predilección. En uno de los momentos en los que yo vivía con dureza el rechazo a trabajar en una Parroquia donde los superiores me destinaron, oí en mi interior con la claridad del Espíritu las siguientes palabras: «¿No eres capaz de compartir conmigo el peso de esta gente? Para mí es fácil elegir a otro. Tú verás». Este reproche me colocó en órbita. Yo creía que era yo el que llevaba el peso de las tareas. No me daba cuenta que era un predilecto al poder trabajar en la viña del Señor.
Toda renovación tiene que volver a las fuentes de la gratuidad o, si no, será un nuevo moralismo por muy moderno que aparezca. Sólo en la gratuidad Dios es Dios. Sólo por ella el hombre entra de nuevo en el paraíso por los caminos de la obediencia. Esto significa que el hombre renuncia a su autonomía, que vuelve a aceptar el árbol como límite. A cambio, se abre al conocimiento y a la amistad con Dios y puede conversar con Él desnudo, acompañado por su mujer, también desnuda, todas las tardes a la hora de la brisa.
El don de la fraternidad
Convivir es, en lo humano, la forma superior de vida. La comunidad de fe es una gracia que dimana directamente de Pentecostés. No es un hecho natural, ni una conquista histórica, ni un producto cultural. Los hombres no nacemos hermanos. Cada uno nace sometido al duro peso del pecado que nos divide en razas, colores, lenguas, culturas, sexos, nacionalidades e intereses. Sólo el Espíritu, sin borrar las diferencias, nos hace hermanos y nos revela nuestra hermandad en Jesucristo. Entra en nosotros un principio superior de comunicación y, de esa forma, nace el fruto más bello de la Pascua, que es la caridad. Esto no es un simple amor de atracción o instintivo, hunde sus raíces en el acontecimiento pentecostal. Es fruto del Espíritu.
Sin embargo, la caridad es amor. No se puede ejercer desde la prepotencia, sino desde la pobreza. El mismo Jesús tuvo que rebajarse, hacerse hombre Y cargar con todos nuestros agobios para que entendiéramos su amor. Nada nos hace tan humildes como el amor. Amar es decirle a otra persona: te quiero, te necesito, no puedo vivir sin ti. En este acto se pierde toda arrogancia y uno se hace humilde. Lo mismo sucede en comunidad: la caridad que procede de arriba te llevará un día a decirle a tus hermanos: os quiero, os necesito, no puedo vivir ni morir sin hermanos.
Por eso, el amor mutuo es la prueba de que hemos recibido el Espíritu Santo. Sin olvidar que la caridad es algo más que una frase y que exige un largo proceso de crecimiento. Cuando el Señor derrama con el Espíritu el don de la fe en una persona, la empuja, la convoca necesariamente a la comunidad. No puede dejarla sola, pues la fe sólo crece y se alimenta en comunidad. La fe sin la amistad, sin el compartir, sin la comunidad, se ahoga en sí misma y el que la posee se hace un excéntrico que va hablando solo por las calles. La fe sin comunidad nunca será más que una ideología por falta de caridad.
En la Renovación, el don de la fe pascual se cultiva con mimo, pues lo primero que te proporciona es una comunidad donde puedas viviría. De ahí que la Renovación se estructura en grupos. En ellos acaece lo que nos cuentan los Hechos: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión y a la fracción del pan que partían por las casas. Tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón y alababan a Dios» (Hch 2,42 ss).
Es que la caridad y el amor mutuo se sacan del altar donde se parte el pan, pues es allí donde se celebra el misterio del amor. En la eucaristía Jesucristo resucitado nos da el pan que alimenta nuestra comunión mutua. Recuerdo muy bien el día que yo encendí en el Espíritu esta gran verdad. Escuchaba una misa en italiano. En un momento dado el sacerdote hizo alusión a que Jesucristo resucitado estaba presente y actuaba allí. La palabra «risorto» se me grabó a fuego en el alma. En la espiritualidad carismática el Resucitado no sólo preside y realiza la eucaristía, sino que cada uno de los actos y reuniones quedan impregnados de un perfume de vida y resurrección.
La alabanza
«Alababan a Dios»... Uno de los elementos más populares y característicos que definen la espiritualidad de la Renovación es la alabanza. Esta es un don pascual. Nace del descubrimiento de que Jesús vive y te ama. Por eso una asamblea en la que todos participan de esa misma vivencia no puede expresarse de otra forma que con una alabanza fuerte y ruidosa. Aquí hay algo más que una devoción: son vidas cambiadas que han dado un vuelco cualitativo, las que gritan la alegría de esa novedad.
Los gritos, los gestos, los abrazos, el clamor de un campo de fútbol cuando mete un gol el equipo de casa son una buena parábola para entender este misterio. Los que no son aficionados no participan del entusiasmo y, a lo mejor, hasta se ríen. Los aficionados, en cambio, están profundamente motivados y gritan un alborozo digno de mejor causa. Y eso que un gol no soluciona ninguno de los problemas radicales de esos devotos aficionados. Una vez salidos de ese encanto, de esa magia y alienación, se encuentran de bruces con la dura realidad de la vida. Sufren y gozan con su equipo y, de esta forma, sienten sensación de vida.
La motivación para tales gestos en la Renovación es real. Nace del alma. Si fuera un simple contagio duraría nada. La experiencia del Espíritu es, casi siempre, sorprendentemente fuerte. Y, sobre todo, personal. Sientes que has sido elegido y amado tú. Entonces la alabanza es una respuesta que suele variar según la idiosincrasia de cada país o de cada individuo, pero que se expresa con los gestos típicos de la alegría humana: aleluyas, gritos, canciones, brazos en alto, danza, abrazos. Cada uno reacciona según lo que tenga adentro. En un mundo tan inhibido como el nuestro y con una teología tan bloqueante y racional como la que se sirve al uso, estos gestos no encajan. «Para rezar no hace falta tanto alboroto»... dicen algunos. «Depende al Dios que lo hagas y la motivación que tengas»... contestan otros.
Me espanto de la libertad que Dios me da, decía Santa Teresa. Los hombres proyectamos la imagen de Dios según lo que hay en nuestro corazón. De ahí que, a veces, le hacernos duro, castrante, rígido, airado. Le hacemos aliado de nuestras ideas, cómplice de nuestros asesinatos, aval de nuestras frustraciones. Muchas cosas de éstas se las trasmitimos a los demás corno dogmas. Pero Dios es un ser inefable. Nadie ha visto su rostro. El único que ha respetado a Dios, hablando de Él, ha sido Jesucristo. Todos los demás hablamos de nuestro Dios. Cada atributo que le asignamos nace, en gran medida, de una proyección. Si decimos que a Dios le gusta el orden, es nuestro orden; si le agrada la dignidad, es mi idea de dignidad. Tal vez no podamos hacer otra cosa porque somos muy limitados; pero lo que es aberrante es descalificar a los demás.
Dios es un ser muy libre y en Él caben todo tipo de manifestaciones. Por eso, cuando sientes la oración de alabanza como una liberación te das cuenta lo verdadera que es. Sólo cuando te haces libre conoces lo inhibido que estabas antes. Somos nosotros los que nos recortamos mil libertades, los que nos cargamos de exigencias y los que nos creamos multitud de tabúes. La alabanza en la Renovación es liberadora, ensancha el corazón y da rienda suelta a sentimientos siempre coartados por la estrechez de los ritualismos.
Oración y contemplación
La Renovación se alimenta de oración. Las reuniones y los grupos se llaman de oración y en ellos se celebra en comunidad el amor de Dios. Un amor manifestado en la resurrección de Cristo que se nos ha hecho vivo y personal por el Espíritu del mismo resucitado. Pero además de estas oraciones comunitarias, el carismático necesita orar privadamente en casa, de camino, en el autobús, en miles de ocasiones. Más que oración de petición es de gratuidad, de reconocimiento y acción de gracias. Brota de la necesidad de ir conociendo un poco más del Señor, de saborear algo más de Jesucristo, de hacer más honda y vital su experiencia. Es difícil que no brote la chispa de la oración donde hay varios carismáticos reunidos. Es como una forma de ser, un estilo de vida. Hasta las conversaciones se alimentan del Señor y de lo que É1 va haciendo en cada una de las vidas.
Desde fuera podría parecer beatería gazmoña. Pero no existe tal cosa porque el carismático no lleva una doble vida, no hay afectación ni cultivo de las apariencias. El carismático ora culminando cada uno de los acontecimientos de la vida. Goza profundamente de las cosas, de la vida, del amor, de la diversión, de la naturaleza, de la amistad y del compartir. Del Señor es la tierra y toda su plenitud. Todo lo vive como don y por eso le brota la alabanza. Se siente hijo de Dios al cual le pertenecen por herencia todas las cosas. No siente la necesidad de conquistarse un sitio en la casa a base de méritos y esfuerzos sino que vive del asombro de las riquezas de su Señor y Salvador.
Desde ese talante vital a la contemplación no hay más que un paso. Un paso hondo y difícil que ha de preparar el corazón para ser despojado. La contemplación exige un despojo y despegue, pero no maniqueos. La contemplación es una experiencia espiritual en la que una vez despojada el alma de los apegos y protagonismo de las cosas se hace apta para que Dios hable en ella. El agente y guía de la contemplación es el Espíritu Santo y el contenido es Jesucristo a través del cual se nos manifiesta la Trinidad. Es un acto de amor sublime manifestado en parábolas de amor humano. Es el Cantar de los Cantares.
La Renovación está llamada a culminar su experiencia religiosa en una auténtica contemplación. Es auténtica cuando alcanza el corazón de Dios sin alienarse de la realidad del mundo y de los hombres. Conocer a Dios es también compartir con Él el amor con el que ha creado todas las cosas. En estas alturas los dones del Espíritu Santo soplan en plena libertad de eficacia y fecundidad, entre ellos el don de piedad que introduce a las criaturas en la casa y familia de Dios.
El pecado
Es otro de los temas que cobra un talante nuevo dentro de la Renovación en el Espíritu. En la conciencia de casi todos nosotros se debaten actualmente dos esquemas o formas de concebir la moral y, por lo tanto, el pecado, que nos tienen bastante confusos. Siempre es difícil llegar a una claridad pacificada en este tema porque éste es uno de los campos donde más marcas y heridas nos ha dejado la formación y los tabúes de las épocas y personas que han intervenido en ella. La Renovación ha nacido para volcarse en el hombre actual y es importante librarle de ciertos fantasmas que pueden frenar su labor de presentar a nuestro mundo y a nuestra gente una imagen renovada de Dios, de su verdad y de sus exigencias. A esos dos esquemas podríamos llamarlos del culto y de la caridad.
El culto
La moral que nace de aquí quiere llegar a Dios a través del culto. La bondad y la salvación se consiguen básicamente por medio de una religiosidad cultual. Históricamente es una religiosidad de tipo sacerdotal, ligada al templo y a determinadas prácticas y leyes. Hace una distinción tajante entre lo sagrado y lo profano. El pecado más grave que se puede cometer en esta perspectiva es el de impureza, es decir, el que te impide participar en el culto y, por lo tanto, relacionarte y estar a bien con Dios. Hay acciones puras e impuras, pensamientos puros e impuros, personas puras e impuras.
Otro de los rasgos de esta moral es la preferencia de la ley sobre la conciencia personal. Funciona con legalismos rígidos que señalan los distintos grados de impureza. La fidelidad y el deber pasan por una sumisión y obediencia estricta a este entramado de leyes. Para conseguirlo es necesario una dura ascesis, fuerza de voluntad, dominio de todas las tendencias. De esta forma, esta moral se trasforma en una carga penosa para sus devotos, pero tiene la contrapartida de que crea un orden, cada uno tiene claro a lo que debe atenerse y tranquiliza la conciencia, pues para los casos de trasgresión existen determinados ritos purificadores. No es de un talante muy positivo sino que más bien las formulaciones de los preceptos son negativas, siendo básicos los tabúes, la afirmación constante de lo prohibido, de lo intocable, de lo que mancha y contamina.
Muchas de las personas que superamos el medio siglo hemos recibido de lleno el impacto de este tipo de pensamiento. Cada uno lo ha vivido como ha podido pero la mayoría lo hemos considerado como un camino moral, único e intocable. Ahora, sin embargo, vemos con asombro Y algunos con escándalo, que muchos jóvenes, incluso los que quieren ser buenos cristianos, pasan de muchas cosas de la moral que antes se consideraban intocables. No les importa demasiado perder la misa y espaciar o no recibir otros sacramentos, no hacen aprecio del templo y de las devociones tradicionales y, lo que es para muchos más escandalizante, el sexto mandamiento no es primordial en su sentido del pecado.
La caridad
¿Caminan hacia alguna parte estas nuevas tendencias? Comenzarnos por admitir que hoy existe un tremendo permisivismo y relativismo moral, si bien éste no es el asunto que nos ocupa aquí. ¿Se vislumbra algo de bueno en esta anarquía moral? Yo creo que sí. Poco a poco va emergiendo una moral con nuevas bases, de tipo menos cultual y más profético, con fuerte arraigo también en la Palabra de Dios. Los profetas siempre clamaron por una nueva moral: «¿Qué me importan vuestros sacrificios? Estoy harto de vuestros holocaustos y de la sangre que me ofrecéis. No sigáis trayendo oblación y culto vano» (Is 1, 11-13). Jesús recalca este reproche con otra fuerte afirmación: «Quiero misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13).
En la moral profética siempre es fundamental la visión comunitaria. Dios no requiere primordialmente lo puro o impuro sino lo justo o injusto. Por lo tanto, la moralidad se refiere, sobre todo, a la vida y a las relaciones entre los miembros de la comunidad. El pecado no es, por consiguiente, una simple impureza que impide participar en el culto, sino una rotura de comunión entre los hombres que pone en peligro la caridad y la vida en comunidad. La reparación del pecado no pasa, pues, por el campo ritual primariamente, sino por un rehacer las relaciones rotas y reparar las injusticias cometidas.
En esta perspectiva la ley pierde parte de su rigidez sustantivo y adquiere un valor simplemente instrumental. La fuerza moral no está en ella sino en la experiencia del don, de la alianza y la comunión. Y ahondando un poco más llegamos a la experiencia cristiana de la libertad en el Espíritu que, en ocasiones, hace prácticamente innecesaria la ley, pues la dimensión del amor ha sustantivado todo el comportamiento.
Esta es una moral de formulaciones positivas y de convicción personal. Es una moral que no tiende a adquirir méritos salvíficos sino que descubre la acción de gracias. En ella, por lo tanto, la conciencia individual, sobre todo cuando está actuada por la gracia, cobra un valor supremo.
La síntesis de la Renovación
Un día me confiaba un joven: «fui a una discoteca y salí con una chica. No llegamos a todo pero hubo cosas entre nosotros. Me siento degradado en mi persona y en la persona de ella, porque no tenía intención de continuar nada, no hubo cariño, no hubo respeto, sólo pura pasión. No me vale el pensar que ella tuviera los mismos sentimientos y que por lo tanto no quedara frustrada».
Siempre que hay una renovación profético se mueve el eje del respeto y pasa de las acciones o cosas sacralizadas a las personas. Todas las renovaciones realizan ese ajuste. En este sentido Jesucristo fue total. La Renovación carismática nace de un pentecostés cuyo contenido básico es la experiencia de Jesús resucitado. De ahí brota el Espíritu que es el que configura el comportamiento normal del que ha tenido esa experiencia. Éste no deriva, en este caso, de las exigencias sociales, de la ley natural o del respeto a la naturaleza. Ningún joven carismático guarda actualmente la castidad por consideraciones sociales o filosóficas, ni siquiera éticas, sino por la Palabra de Dios y la fuerza del Espíritu. En el afán racionalizador de los últimos siglos hemos rebajado las virtudes a niveles demasiado humanos y las hemos desacreditado. Es necesario hacer de nuevo que las virtudes vuelvan a ser cristianas, no simplemente éticas o naturales.
Tal vez el problema más grave de la moral actual está en borrar los perfiles de las cosas. Todo da casi igual. De este modo se diluyen las convicciones y queda minada cualquier capacidad de entrega a una causa noble. La Renovación reivindica la sobrenaturalidad del cristianismo. El comportamiento cristiano consiste en «impetrar de Dios una conciencia pura por la resurrección de Jesucristo» (1 Pe 3, 2l). San Pedro era iletrado y no sabía de éticas ni de leyes naturales, pero conocía bien de donde manaba la fuerza para ser mártir, para dar testimonio y, en general, para ser cristiano. La perspectiva moral de la Renovación tiene que ir en esa dirección: enganchar de nuevo, autentificar el comportamiento cristiano en sus raíces primigenias. También aquí es importante que surjan auténticos maestros. Sería ridículo que la Renovación respondiera a un pentecostés experimentado con una fuerte alabanza y acción de gracias y, sin embargo, su moralidad estuviera comandada por viejas normas cultuales e, incluso, por otras de tipo profético pero de corte veterotestamentario. Aún sería peor, claro está, si la fundáramos en consideraciones basadas en una ética puramente natural, corno tanto se hace hoy, con el consiguiente desconcierto ante la diversidad de concepciones sobre la naturaleza. No, nuestro comportamiento tiene que nacer de un corazón nuevo recibido del Espíritu de la resurrección.
En este sentido la Renovación hace una síntesis muy bella y crea un tipo de hombre libre y desembarazado de viejos tabúes pero, a la vez, respetuoso y entregado a un auténtico culto «en espíritu y en verdad» del Dios que nos ha amado hasta el extremo en Jesucristo. De esta manera, centra su moral en la comunidad, no sólo con un respeto distante sino con un verdadero amor oblativo por cada una de las personas. La altura de una virtud y la gravedad de un pecado siempre se medirá, siguiendo la tradición tomista, por su acercamiento o alejamiento de la caridad. De ahí que la Renovación esté capacitada para asumir las tendencias juveniles más arriba citadas, dándoles verdadera luz, raíz y fundamento cristiano. Todo esto, claro está, sin despreciar la ley y sus fuentes naturales y reveladas, pero colocándolas en su sitio.
El juicio del mundo
Además de todo esto la Renovación tiene muchas más cosas que decimos sobre el pecado. He leído, no sé donde, que en cierto lugar había un párroco que descuidaba más de la cuenta la limpieza de su iglesia. Entonces habló con una buena mujer, ya entrada en años, pidiéndole que le hiciera de sacristana y ama de casa. Se fue a vivir con él. Los ocho primeros días limpió tanto que logró que la casa de Dios brillara como el locutorio de un convento. Pero el cura empezó a mosquearse cuando, al poco tiempo, le obligó a él mismo a quitarse los zapatos y a ponerse unas chanclas para entrar en casa. El día entero se lo pasaba persiguiendo con saña la menor mota de polvo. Si por ella fuera no dejaría entrar a nadie en la iglesia para que Dios estuviera en un lugar limpio. No había manera de serenaría. Al final tuvo que meterse en la cama con un ataque de reumatismo articular. Los sofocos e impotencia de la pobre vieja al ver desde la cama que las motas de polvo seguían cayendo fueron tales, que terminó por fallarle el corazón al sentirse totalmente derrotada. «Su equivocación, comentaba el cura después del encierro, no estuvo en combatir la suciedad, sino en querer eliminarla, como si tal cosa fuera posible. Una parroquia se pone a veces forzosamente sucia y lo mismo la cristiandad entera. ¡Cuántas paletadas de basura sacarán los ángeles el día del juicio de los más santos monasterios!».
En la Renovación se combate el pecado pero no con el talante de esa buena señora. La justificación que nos ha traído la resurrección de Jesucristo nos ha capacitado para no ser unos fanáticos ni unos fundamentalistas ni seres que quieren eliminar el pecado. Al contrario, la Pascua dota a todo verdadero cristiano de un corazón de perdón y misericordia. Eso significa que tenemos que convivir con la debilidad, aceptar la pobreza sin traumarse y suspender un juicio que no nos pertenece. No sólo la debilidad de los demás sino también la propia. Sólo donde existe aceptación de la pobreza pueden brotar las bellas plantas de la misericordia, del perdón y de la gratuidad. La espiritualidad de la Renovación rechaza de plano ese perfeccionismo de algunos que desearían que no hubiera hombres para que el mundo fuera más limpio, más puro y ecológico.
El mundo se vuelve limpio no eliminando a los hombres sino salvándolos, como hace Jesucristo. Y esta salvación, por parte de Jesús, ha consistido en clavar en su cruz el mal del mundo y los pecados de la humanidad. Por lo tanto, si ha asumido toda esta miseria el juicio del mundo le pertenece a Él, no a nosotros que somos los reos. Cualquier consideración, pues, del pecado del mundo y de los hombres fuera de la cruz de Cristo es bastarda. Él lo ha comprado esto a gran precio, nada menos que al precio de su propia sangre. «Cuando yo sea levantado a lo alto, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Desde esa altura, desde esa atalaya mira la Renovación el pecado de este mundo.
Misericordia de uno mismo
No tenemos derecho ni de juzgarnos a nosotros mismos porque lo hacemos sin amor y nos hacemos daño. La persona se salva en Dios, no en sí misma. También nuestros pecados le pertenecen al Señor. Para creerse esto y poder vivir esta libertad interior, hay que ir conociendo el corazón de Jesucristo, hay que asombrarse del exceso de amor gratuito con que Él nos ama y hay que asumir que Él perdona sin condiciones.
Yo vi muy claro esto un día. Después de haber sido acosado en la parroquia por los mendigos que acudían uno tras otro con duras exigencias, al final estallé y con uno tuve una fuerte discusión. Comprendí que me había pasado e incluso dado mal ejemplo a otras personas que lo presenciaron. Me culpabilicé y lo estaba pasando mal. De repente sentí como en un microchip que me informaba el Señor: «Hay cosas que te sobrepasan y que tú nunca las podrás hacer bien. La pobreza de los demás siempre te superará. Eres así de pobre pero confía en mí». En ese momento me entró una gran compasión y tuve misericordia de mí mismo. Me hizo bien, me desculpabilizó. Comprendí que tenía que entregarle mi comportamiento a Cristo. Me sentí liberado de mi propia bondad y justicia. Y como todo este lance sucedió junto a un bar, entré a echar un vaso de vino para celebrarlo.
«Habéis sido llamados a la libertad, pero no toméis pretexto de esa libertad para satisfacer las apetencias de la carne» (Gál 5, 13). Si alguno hiciera esto estaría fuera de lugar. No se trata de eso. Se trata de reconocer la total gratuidad de Dios en Jesucristo. Se trata de conocer y gozarse del inmenso e inabarcable corazón del Señor. En definitiva, se trata de asombrarse y sacarle todo el provecho al excesivo amor de Dios. Se trata de superar radicalmente los planteamientos del hijo mayor de la parábola, que no entendió la gratuidad del corazón de su Padre. La fe consiste en vivir a costa de Jesucristo.
El peso del pecado
Al hablar del pecado no nos referimos a ésos de personas endurecidas que conscientemente niegan a Dios, se alejan de su Iglesia o rechazan con plena clarividencia a otra persona, negándoles expresamente su caridad. Este es el pecado contra el Espíritu Santo, cuyo juicio sólo a Dios pertenece. Hablamos de esos pecados de debilidad que asaltan continuamente aún a los que no quieren de ninguna manera separarse de Dios. Estos pecados no sólo existen sino que Dios permite muchas veces que hagan en nosotros un largo recorrido y nos veamos agobiados y dominados por ellos. El estipendio del pecado es la muerte y, en parte, nos viene bien experimentar el peso de nuestra condición pecadora. «Ha sido conveniente a lo largo de la historia de la salvación, dice Tomás de Aquino, que Dios permitiera al hombre caer en pecado, para que experimentando su debilidad, reconociera la necesidad de la gracia» (I-II, 106,3c).
Yo, a veces, en la dirección espiritual, cuando alguna persona busca obsesivamente confesarse para librarse de un pecado, le digo: «espera unos días, aguanta el peso de tu pecado». Y es que, en realidad, eres tú el que te condenas, no Dios. Tú necesitas sacarlo fuera de ti, buscas un acto de purificación, te confías a tus propósitos aun a sabiendas del poco valor que tienen. No hay gratuidad en este querer salir del pecado. Por eso, aguanta su peso, el Señor te está queriendo ahí donde tú te rechazas. En el agobio de la culpabilidad tú piensas: tiene que haber alguien que pueda entender mi corazón hasta el fondo. Pues bien, ése es Jesucristo y aquéllos que reciben ese don. Te entiende hasta el fondo, a pesar del juego poco limpio de tu corazón.
Pero lo más impresionante es que Jesús no te juzga porque ya ha sido juzgado Él por tu pecado. Sólo quiere que lo entiendas para que, reconociéndolo, sientas sobre ti su amor, que te hará bueno. «En esto ha llegado el amor a su plenitud en nosotros: en que tengamos confianza en el día del juicio». «El amor perfecto expulsa todo temor» (1 Jn 4,17 y 18). San Pablo en una comprensión sublime de todas estas cosas nos dice: «Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros ¿quién estará en contra? Si Dios no perdonó a su propio hijo sino que lo entregó por Pero todos nosotros, ¿cómo no nos va dar con ti gratuitamente todas las cosas?» (Rm 8, 31).
No nos pertenece el juicio
Yo agradezco mucho que la Renovación nos haya facilitado el acceder a la comprensión y a la vivencia de unos contenidos tan espirituales y, por otra parte, tan consoladores. No es lo corriente ni en la Iglesia ni en el mundo actual, donde la culpabilidad consciente o larvada corroe tantas actitudes, como si Jesucristo no, hubiera muerto en realidad. Por eso, a la Renovación y a todos los que lo entiendan, les es requerido un apoyo explícito y una contribución valiente a esta obra de evangelización, es decir, de buena noticia, que sólo procede del Espíritu Santo. Dios no quiere ser un peso para nadie. El que pueda entender que entienda.
Lo malo es que el demonio, por medio de la culpabilidad, domina al mundo y engendra toda clase de actitudes insolidarias. El que se siente juzgado, ¿cómo no va a juzgar? ¿Puede cargar él con su culpabilidad y la de los demás? Imposible. Juzgaremos a los demás, sentiremos placer al hacerlo, pues en el inconsciente funciona el argumento: los demás son malos, luego yo soy bueno. Si puedo criminalizaré a los demás para sentirme yo liberado. Y si es un sacerdote o una persona religiosa el que está bajo sospecha, el placer de la murmuración se refina hasta lo indecible: «Si el cura anda a peces, qué harán los feligreses».
Sin embargo, ni puedes ni debes juzgar a nadie. El pecado de tu hermano no le pertenece a él sino a Jesucristo. No te es lícito interferir ese circuito que no pasa por tu propiedad. Los dominicos tienen un número en su Constitución que dice lo siguiente: «La trasgresión de un fraile se debe sopesar por el perjuicio ocasionado al bien común, y no por el pecado que tal vez lleve anejo» (Const. 55,1). Si una comunidad está amenazada por el comportamiento de una persona debe defenderse, incluso a veces separando a ese tal de la comunidad. San Pablo utilizó con un incestuoso una pedagogía muy curiosa en Corinto: «Ese individuo sea entregado a Satanás (separado de la comunidad y, por tanto, bajo el poder del demonio) para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu se salve el día del Señor (y pueda convertirse)» (1 Co 5,5). Pero esto no incluye ningún juicio condenatorio de dicha persona, cosa que sólo le pertenece a Dios.
Sanación interior del pecado
No es fácil llegar a la libertad interior aun a personas que viven en cierta experiencia de gratuidad. Alguno de los movimientos citados más arriba, o incluso algunas personas dentro de la Renovación, no pueden librarse de una especie de pesimismo luterano que condiciona su libertad y alegría interior. Creen y proclaman a boca llena la gratuidad de la salvación. Se sienten teóricamente salvados. Oran agradeciendo a Jesucristo el don gratuito de la vida que ha brotado de su resurrección, pero la alegría de este don no les baja hasta los sentimientos ni trasforma su cara. Existe en ellos como una desesperanza larvada –pesimismo luterano– de poder salir algún día del pecado que les domina. Se sienten salvados pero con una salvación extrínseca, como se salva a un niño que ha caído en la corriente de un río.
En este tema, como en otros, la Renovación empalma con la gran tradición tomista en la que uno de los atributos de la gracia es la de sanar como una medicina. La gracia sanante ¿qué es esto? El pecado no es sólo una quiebra legal o una rotura de equilibrios o una ofensa a Dios. Es algo que deja en el hombre su marca, su reato, su herida. Siempre ha dicho la Iglesia que aunque el pecado esté perdonado el reato tiene que ser purificado en esta vida o en la otra. El protestantismo no acepta el purgatorio pues no cree en la sanación interior ya que para ellos la naturaleza está corrompida y es insalvable. De ahí que la salvación sea totalmente gratuita y extrínseca. La Renovación, de acuerdo con la Iglesia, acepta la necesidad de una purificación o sanación de los restos o estigmas del pecado. La diferencia está en que la renovación ha eliminado la connotación de castigo y subraya la acción amorosa de la purificación o sanación interior por obra del Espíritu Santo. Por esta sanación el hombre va siendo recreado, liberado, trasformado en una criatura nueva. Por esta sanación el hombre siente en su propia psicología y en su propio cuerpo la bondad benéfica del señorío de Jesús resucitado que libera al hombre del poder del mal manifestado en el pecado original.
¿Cuáles son los frutos de ese pecado? El estipendio del pecado del hombre es la muerte, dice la Carta a los Romanos. La muerte y todo lo que lleva a la muerte: caducidad, desequilibrio, enfermedad, sufrimiento, resentimiento, opresión, pecado en toda su amplitud. La Renovación actúa una fuerte praxis de sanación interior. En todos los grupos hay un ministerio de sanación o intercesión en el que se ora para que las personas vayan descubriendo las raíces de su mal y de su pecado. El Espíritu Santo, como un gran psiquiatra a lo divino, va iluminando las parcelas de cada persona que necesitan ser sanadas para integrarse en una personalidad redimida y apta para todo soplo y don del Espíritu. Esta praxis es un ejercicio de creación de una humanidad nueva.
También existe una praxis de sanación física, pero ésta busca primariamente la razón de signo. Una curación física, sin excluir nada, sirve sobre todo para confirmar la predicación o la presencia del Señor en sus sacramentos. La sanación interior es una predilección personal. La persona que siente esa acción sanadora del Señor se sabe querida, cuidada, protegida. De esa forma, aunque la sanación interior a veces necesita quirófano y cirugía, nunca se sale del ámbito del amor ni de la acción benevolente de Dios. Y aunque la debilidad y el pecado se hagan a veces recalcitrantes y parezca que no van a ser expulsados nunca, no se pierde la esperanza en el poder de Dios ni la alegría de saber que aún en esa situación uno está en sus manos.
La espiritualidad de la Renovación siempre marca un talante positivo. Devuelve a Dios el rostro de Padre. Ha logrado superar las tendencias que empujan al ser humano a la esclavitud y al miedo. Por eso uno se confía a Dios como un niño, llamándole Abba, Padre. Tal vez este mundo, hundido como nunca en la postración de la culpabilidad y el pecado, necesite ver un rostro de Dios que le acoja con el mismo abrazo con el que el Padre acogió a su hijo menor, pecador y desagradecido pero, al fin, siempre hijo muy querido.