sábado, 23 de noviembre de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68


JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO 

EVANGELIO
                                       Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino

+ Lectura del santo evangelio según san Lucas 23, 35-43

En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: - «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.»
Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.»
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:- «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba: - «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada. »Y decía:«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.»
Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»

Palabra del Señor

Comentario del padre Cantalamessa

La solemnidad de Cristo Rey, en cuanto a su institución, es bastante reciente. La estableció el Papa Pío XI en 1925 en respuesta a los regímenes políticos ateos y totalitarios que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. El clima del que nació la solemnidad es, por ejemplo, el de la revolución mexicana, cuando muchos cristianos afrontaron la muerte gritando hasta el último aliento: «Viva Cristo Rey». Pero si la institución de la fiesta es reciente, no así su contenido y su idea central, que es en cambio antiquísima y nace, se puede decir, con el cristianismo. La frase «Cristo reina» tiene su equivalente en la profesión de fe: «Jesús es el Señor», que ocupa un puesto central en la predicación de los apóstoles.

El pasaje evangélico es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz es el trono de este rey. «Había encima de él una inscripción: "Este es el Rey de los judíos"». Aquello que en las intenciones de los enemigos debía ser la justificación de su condena, era, a los ojos del Padre celestial, la proclamación de su soberanía universal.

Para descubrir cómo nos toca de cerca esta fiesta, basta con recordar una distinción sencillísima. Existen dos universos, dos mundos o cosmos: el macrocosmos, que es el universo grande y exterior a nosotros, y el microcosmos, o pequeño universo, que es cada hombre. La liturgia misma, en la reforma que siguió al Concilio Vaticano II, sintió la necesidad de trasladar el acento de la fiesta, haciendo énfasis en su aspecto humano y espiritual, más que en el –por así decirlo— político. La oración de la solemnidad ya no pide, como hacía en el pasado, que «se conceda a todas las familias de los pueblos someterse a la dulce autoridad de Cristo», sino que «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, le sirva y alabe sin fin».

En el momento de la muerte de Cristo, se lee en el pasaje evangélico --recordémoslo--, pendía sobre su cabeza la inscripción «Jesús es el Rey de los judíos»; los presentes le desafiaban a mostrar abiertamente su realeza y muchos, también entre los amigos; se esperaban una demostración espectacular de su realeza. Pero Él eligió mostrar su realeza preocupándose de un solo hombre, y encima malhechor: «Jesús, acuérdate de mi cuando estés en tu reino. Le respondió: "En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso"».

En esta perspectiva, el interrogante importante que hay que hacerse en la solemnidad de Cristo Rey no es si reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza está reconocida por los Estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Cristo es Rey y Señor de mi vida? ¿Quién reina dentro de mi, quién fija los objetivos y establece las prioridades: Cristo o algún otro? Según san Pablo, existen dos modos posibles de vivir: o para uno mismo o para el Señor (Rm 14, 7-9). Vivir «para uno mismo» significa vivir como quien tiene en sí mismo el propio principio y el propio fin; indica una existencia cerrada en sí misma, orientada sólo a la propia satisfacción y a la propia gloria, sin perspectiva alguna de eternidad. Vivir «para el Señor», al contrario, significa vivir por Él, esto es, en vista de Él, por y para su gloria, por y para su reino.

Se trata verdaderamente de una nueva existencia, frente a al cual la muerte ha perdido su carácter irreparable. La contradicción máxima que el hombre experimenta desde siempre –aquella entre la vida y la muerte-- ha sido superada. La contradicción más radical ya no es aquella entre «vivir» y «morir», sino entre vivir «para uno mismo» y vivir «para el Señor».

sábado, 16 de noviembre de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (21,5-19):


En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos.
Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.»
Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?»
Él contestó: «Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "El momento está cerca"; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.»
Luego les dijo: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»


Palabra del Señor

José María Vegas, cmf


Lo que queda y lo que pasa

Al final del año litúrgico y antes de proclamar la definitiva victoria de Jesucristo, Rey del Universo, la Palabra de Dios nos enfrenta con la dimensión escatológica de nuestra fe: el problema del fin del mundo. Lucas, igual que los otros evangelistas, insiste en no dar importancia a la hipotética fecha de ese fin del mundo, que ni sabemos, ni, al parecer, podemos saber. Subraya, en cambio, la finitud y caducidad de las realidades de este mundo, y nos invita a fijar nuestra atención en las dimensiones permanentes y definitivas que ya están operando en nuestra vida, y hacer la elección correspondiente.

Decía Chesterton que cuando los hombres son felices crean instituciones. Con su peculiar perspicacia, hacía notar que los seres humanos tratamos de atrapar, conservar y prolongar por este medio nuestras experiencias afortunadas, nuestros momentos de dicha. Es una gran verdad. El problema es que también las instituciones envejecen y acaban pereciendo. Por ello, el esplendor, la fuerza, la belleza que adornan ciertos logros del ingenio del hombre, pese a su indudable valor, están también afectados por la caducidad de todo lo humano. Jesús lo constata hoy a propósito de la admiración que el lugar más sagrado de Israel suscita en sus discípulos. La piedra y los exvotos del templo, su esplendor externo, no están llamados a perdurar, todo está condenado a la destrucción. En esta profecía de Jesús se refleja muy probablemente la traumática experiencia de la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70. Incluso lo que nos parece más sagrado y firme está sujeto a la desaparición, por lo que hemos de fijar nuestra mirada más allá de las apariencias externas, como las piedras y los exvotos.

Acto seguido Jesús nos advierte de dos peligros aparejados al trauma de la fugacidad de nuestra condición temporal. El primero consiste en pensar que las catástrofes naturales (terremotos, epidemias, etc.) y humanas (guerras y revoluciones) las provoca Dios para anunciar amenazante el próximo fin del mundo. Jesús en ningún momento atribuye a la acción de Dios esas desgracias. Más bien hay que entender que todas ellas son expresión de la limitación propia del mundo: de la limitación física (los acontecimientos físicos y naturales) y moral (las acciones del hombre, autor de guerras e injusticias). Unas y otras nos avisan de que no es posible poner en ellas nuestra fe y nuestra confianza definitiva. Pero esto no significa que “el final vendrá enseguida”. Es decir, no es posible, en virtud de un supuesto inminente fin del mundo, desentenderse de los asuntos cotidianos, como, al parecer, hicieron algunos en las primeras comunidades cristianas, y a los que amonesta Pablo con severidad con su palabra y con su propio ejemplo: seguimos sometidos a la ley del trabajo, esto es, de la responsabilidad y del compromiso con las realidades de la vida diaria, en las que precisamente tenemos que dar cuenta de nuestra esperanza y testimonio de nuestra fe.

El segundo peligro o tentación de que nos advierte Jesús es el de tratar de superar las intrínsecas limitaciones físicas y morales de nuestro mundo pero dentro de él, instaurando ya, sea por los puros esfuerzos humanos, sea por ciertas confluencias cósmicas, el paraíso en la tierra, una nueva era de paz y armonía, en la que se eliminen o minimicen al máximo todas las causas del sufrimiento humano, y que sería la única salvación a la que nos sería dado aspirar. Los falsos profetas que tratan de usurpar el nombre de Jesucristo, que dicen de múltiples modos “soy yo”, “el momento de la salvación está cerca”, han sido y son legión. Unos lo hacen en nombre de determinadas ideologías políticas, otros en virtud del progreso científico, otros, por fin, apelan a los movimientos de los astros que marcan supuestos años cósmicos (y hay quienes combinan en una macedonia político-científico-mística todos estos motivos). Pero acomodarse a este mundo pasajero como si fuera definitivo es una solución tan falsa como lo es desentenderse del compromiso con la vida cotidiana.

Por decirlo gráficamente, si los que se inhiben de sus responsabilidades cotidianas y no trabajan no tienen derecho a comer (y se condenan a morir de hambre), los que trabajan sólo para comer no podrán por ello escapar de la muerte (el particular fin del mundo de cada uno) y del sinsentido que lleva consigo.

La destrucción por causas naturales o humanas no debe infundirnos, sin embargo, miedo, pánico o desesperación. Las palabras de Jesús son, más bien, una llamada a la confianza: existen valores y bienes permanentes, que podemos empezar a adquirir ya en esta vida, que no están sometidos a la fugacidad y limitación de este mundo, y que encontramos en plenitud precisamente en Jesucristo. Él es el único Señor y Salvador que, al adquirir la condición humana, se ha sometido ciertamente a las limitaciones físicas y morales propias de este mundo, y las experimenta en su cuerpo, hasta el extremo de padecer la injusticia de la muerte en cruz; pero ahí mismo manifiesta la victoria de la realidad que no pasa, que es el amor y la voluntad salvífica de Dios: Jesús es el verdadero y definitivo templo que atraviesa el fuego purificador de la muerte y, al superarla, se convierte en el sol que ilumina a los que creen en Él. Podemos así hacer la lectura cristiana del terrible tifón que ha azotado las islas Filipinas: no es un castigo de Dios, sino una enorme desgracia, expresión de las limitaciones de nuestro efímero mundo; Cristo está entre las víctimas, sus pequeños hermanos, padeciendo con y en ellas; en esta situación es posible vivir y realizar los valores del Reino de Dios que son más fuertes que la muerte, mediante la ayuda fraterna y solidaria por parte de todos a las víctimas de esta situación.

Para los que viven como sí sólo existieran los bienes pasajeros de este mundo, y también para los que viven desentendidos de la responsabilidad que la vida conlleva, los acontecimientos que expresan la limitación y fugacidad de nuestra condición mundana (guerras y terremotos) son como un fuego devorador que quema la paja y consume lo que no está llamado a perdurar: piedras y exvotos, comer y beber. Para los que están afincados en el Dios Padre de Jesucristo las desgracias reales que, igual que todo el mundo, pueden padecer (además de guerras y terremotos, también persecuciones a causa del a fe), no son experimentadas como “el fin del mundo”, causa de pánico y desesperación, sino como ocasiones de testimonio de la esperanza en los bienes no perecederos, que se expresan sobre todo en las obras del amor. Los que eligen los valores permanentes y definitivos de la verdad, la justicia, el amor y el servicio a sus hermanos, valores que en Cristo han encontrado su definitiva expresión, también son probados y purificados en el crisol de ese fuego devorador, pero no son destruidos por él, pues los ilumina el sol de justicia que es Cristo. Estos son los que han sabido dar testimonio, sea en la persecución que a veces se desata contra ellos (por parte de los falsos profetas del paraíso en la tierra), sea en el compromiso cotidiano y perseverante por construir en la ciudad terrena las primicias del Reino de Dios.

Ciertamente, cabe que este testimonio tenga en ocasiones un carácter anónimo: hay quienes han elegido la vía del servicio sincero a los hermanos, sin saber que es a Cristo al que están sirviendo (cf. Mt 25, 39-40). Pero para los creyentes ha de ser además un testimonio explícito, que se expresa en palabras de sabiduría, inspiradas por Cristo, y que hablan con especial elocuencia en los momentos de persecución. Aunque no todos los cristianos estamos llamados al martirio (“matarán a algunos de vosotros”, algo que en estos días se está verificando en varios países del mundo), todos estamos llamados a la disposición martirial, esto es, a testimoniar que nuestra fe y nuestra adhesión a Cristo Jesús vale para nosotros más que todos los bienes que podamos adquirir en este mundo. Este mundo nos presiona para que nos pleguemos a él, para que nos acomodemos a sus valores (a sus modas, sus slogans, sus normas de corrección), y lo hace en ocasiones de manera virulenta: mediante la persecución cruenta; otras veces, de manera “light”, ridiculizando o desprestigiando la fe, sus valores y sus exigencias. Ayer como hoy, no hay que tener miedo, sino hacer de todo ello, como nos dice Jesús, ocasión para anunciar lo que realmente vale, lo que no pasa nunca, al Único que nos salva del terremoto y de la guerra, del pecado y de la muerte.

sábado, 9 de noviembre de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-38):

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» 
Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob." No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»

Palabra del Señor
Son como ángeles

Los saduceos no solían tener mucho trato con Jesús. Eran personajes demasiado importantes, alejados del pueblo, ocupados en conservar su privilegiada posición social y su poder a toda costa. Los interlocutores y oponentes habituales de Jesús eran los fariseos, maestros del pueblo, por tanto, cercanos a él y sinceramente creyentes, aunque su interpretación rígida y estrecha de la ley los llevaba a condenar a los pecadores y a chocar con la forma novedosa, abierta y misericordiosa en que Jesús presentaba la relación con Dios. En los fariseos podía haber ira, desacuerdo, oposición, pero había también relación e interés por la verdad, hasta el punto de que a veces se dejaban convencer por Jesús (cf. Mc 12, 32-34). La hipocresía de la que Jesús les acusa no deja de implicar un reconocimiento de la piedad que “usan” para mostrarse (recordemos a De la Rochefoucauld, que definía la hipocresía como “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”).

En los saduceos encontramos una actitud distinta, que asoma en el diálogo del Evangelio de hoy. Su pecado no es la hipocresía, sino el cinismo, que se ríe abiertamente del bien, lo desafía y, en este caso, mira con desprecio y suficiencia la fe religiosa del pueblo y su esperanza en la resurrección. Al abordar a Jesús, usan una técnica similar a la de los fariseos para ponerlo en apuros: plantear una cuestión legal avalada por la autoridad de Moisés, pero en una situación de conflicto. Sólo que lo hacen en tales términos que la conclusión a que da lugar resulta ridícula. Eso es lo que buscan: dejar en ridículo la fe en la resurrección, que, como sabemos, se define con toda claridad en Israel en tiempos relativamente tardíos, en la época de los Macabeos (hacia el siglo II a.C.). La obligación establecida por Moisés a la que aluden, la ley del levirato (cf. Dt 25, 5-6), tenía por finalidad garantizar la descendencia del hermano difunto (y la transmisión legal de su herencia), la única forma de supervivencia aceptada entonces y signo de la bendición de Dios. El tecnicismo planteado por los saduceos pone bien a las claras que para ellos la resurrección de los muertos es un absurdo: desde el punto de vista legal “cuando llegue la resurrección” la mujer pertenecería a todos los hermanos al tiempo, puesto que ninguno de ellos podía exhibir la descendencia como “título de propiedad”. La cínica ironía de la pregunta se revela en lo ridículo de la situación que se crea para aquella mentalidad patriarcal: un harén de hombres en torno a una única mujer.

Y es que para los saduceos, “que niegan la resurrección”, el único bien posible se da sólo en este mundo, y ellos se aplicaban con todas sus fuerzas a su consecución: la riqueza, el éxito social y el poder. La base que les garantizaba la posesión de estos bienes era la misma ley del levirato, el hecho de ser descendientes de Sadoc; y, por tanto, para ellos, la descendencia era el único modo de pervivir tras la muerte: conservar el patronímico –el apellido–, pero también el patrimonio. En una sociedad religiosa, esos bienes estaban ligados al culto y al templo de Jerusalén; en un pueblo ocupado, era necesario además colaborar con el ocupante; a nada de eso le hacían asco los saduceos. Es claro que, dependiendo de las circunstancias, los saduceos no habrían tenido empacho en convertirse en funcionarios del partido o en accionistas mayoritarios de cualquier sociedad anónima. Cuando no existen valores trascendentes sólo quedan los que cotizan en bolsa. La perspectiva inquietante de una posible “justicia superior”, que pudiera exigirnos renunciar a los bienes de que disfrutamos ahora por ascendencia y posición social, se puede y debe exorcizar desacreditándola convenientemente, por ejemplo, ridiculizándola. Como vemos, la historia no aporta tantas novedades como a veces creemos.

Pero la respuesta de Jesús está llena de sentido y sabiduría, y pone de relieve la debilidad interna del cinismo saduceo. En primer lugar, los saduceos han planteado mal la cuestión, trasladando a la situación de la vida futura las estructuras e instituciones que sólo tienen sentido en este mundo efímero y pasajero. “En esta vida, dice Jesús, hombres y mujeres se casan”, y podría añadir: “tienen hijos, acumulan riquezas, dejan herencias”. Todo eso es expresión de la limitación propia de este mundo espacio-temporal, que no podemos trasladar al ámbito de la vida eterna, que no es simplemente una vida sin fin, sino una vida plena, en la que todo lo bueno se conserva (se salva), al tiempo que se superan las limitaciones que aquí impiden la plenitud. Eso es lo que significa: “no se casarán, no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, participan de la resurrección” (que es lo mismo que decir, que participan de la vida del Resucitado, Jesucristo, Hijo de Dios). No se puede medir el mundo del más allá (que escapa a todo esfuerzo de imaginación) con los parámetros del más acá. Al revés, tenemos que medir nuestra vida terrena (nuestras relaciones, nuestros valores, nuestros comportamientos y elecciones, etc.) con los criterios de lo alto.

Ahora bien, ¿cómo es esto posible? Que ese mundo del más allá no se pueda imaginar, no significa que no se pueda pensar y entender a la luz de la fe. Ese es el sentido de la segunda parte de la respuesta de Jesús. En el episodio de la zarza (cf. Ex 3, 1-14) Dios se revela a Moisés y le comunica su nombre (“el que soy”, es decir, el que seré, el que estaré con vosotros, cumpliendo mis promesas) bajo la forma de un fuego que arde sin destruir: Dios purifica como el fuego, pero no destruye, no es portador de muerte, sino de vida. Dios se manifiesta en este mundo, en el que de múltiples formas reina la muerte: la belleza, la fuerza, la riqueza, todo se revela efímero y pasajero, aquejado por la relatividad del espacio y el tiempo. Sin embargo, existen realidades que nos indican que no todo está sometido al poder destructor de la muerte. La fidelidad, la verdad, la justicia, el amor trascienden la relatividad del espacio y del tiempo: son como signos sacramentales de la eternidad en el tiempo. De hecho, nuestra intuición cotidiana nos dice que, aunque sea difícil, merece la pena y tiene sentido sacrificar bienes inmediatos por estos otros bienes más elevados, y que es noble y tiene sentido dar la vida por ellos. El filósofo francés E. Mounier decía que “una persona sólo alcanza su plena madurez en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida.” Pero si hay fidelidades y valores que valen más que la vida, es que hay dimensiones que la trascienden y que podemos conocer; ¿cómo, si no, podríamos entregarnos a ellas y por ellas dar la vida?

El caso de los Macabeos, en la primera lectura, se convierte hoy para nosotros en un símbolo de todos aquellos que han estado dispuestos a renunciar a su vida por un ideal. Encontramos aquí el testimonio de que en las condiciones relativas de este mundo se hacen presentes valores y exigencias absolutas que trascienden la vida biológica: la integridad personal es incomparablemente más que la integridad física, a la que los jóvenes macabeos renuncian con tal de mantenerse fieles a su fe. Estas exigencias absolutas, por las que merece la pena dar la propia vida, laten con fuerza incluso en humanismos ateos que, aun a costa de la propia vida y felicidad individual, pretenden instaurar variantes del reino de Dios en este mundo, y que no son sino formas secularizadas del altruismo cristiano. Pero esta generosidad real es, en el fondo, ilusoria si no existe el bien absoluto e incondicional, pues significa entregar el único bien relativo de la propia y efímera existencia en nombre de un bien futuro cuya consecución no está garantizada y que, en el fondo, ni siquiera existe. Hay que reconocer que, en este sentido, la posición de los saduceos (de ayer y de hoy) no es nada simpática, pero es más coherente.

En su respuesta, Jesús está diciendo que el Dios eterno y absoluto se ha hecho presente en la historia de los hombres abriendo nuevos horizontes de vida. Los abre indirectamente, mediante esos valores “que valen más que la vida”. Pero también de forma directa, en la Revelación, en Jesús de Nazaret, que renunciando libremente a su vida por amor nos ha abierto el camino de la vida plena. Jesús no ironiza, como los saduceos, pero pone de relieve con seriedad y agudeza lo absurdo de la fe en un Dios que nos condena a la muerte y, todo lo más, nos conserva en un recuerdo que no va a durar, pues, quitando unos pocos personajes históricos, “conservados” en las páginas de los libros de historia y en los nombres del callejero, ¿quién guarda memoria de nadie, poco más allá de sus abuelos? Y por muy grandilocuentes promesas que hagamos de “recordar para siempre”, también esa lábil memoria desaparecerá cuando nosotros mismos seamos pronto olvidados. La única “memoria eterna” que tiene sentido real es la de permanecer en la mente de Dios, en comunión con Él. El Dios que se acuerda de Abraham, Isaac y Jacob es el Dios que no los deja tirados en cualquier esquina de la historia, sino el Dios que tras crear y darles la vida, los salva y los rescata de la muerte. Jesús, al hacer callar a los saduceos, fortalece hoy nuestra esperanza. Y, por medio de las palabras de Pablo, nos hace entender que la esperanza de la que hablamos no es una pasiva espera de un “mundo futuro”, sino una fuerza para hacer “toda clase de obras buenas” que hacen presente ya hoy ese futuro de plenitud. Se trata, pues, de una esperanza que nos anima a entregarnos y a arriesgar por esos valores que valen más que la vida, que nos enseña que el riesgo de hacer el bien no es hacer el primo, sino que merece la pena. Todo bien procede de Dios, fuente de la vida. Sacrificar la vida por el bien es conectar con esa fuente, que por medio de Jesucristo ha plantado su tienda entre nosotros. En una palabra, podemos empezar a ser ya desde ahora “como ángeles”, portadores de la buena nueva de Dios, anunciadores con nuestras buenas obras de la presencia viva entre nosotros del Hijo de Dios, muerto y resucitado.

lunes, 4 de noviembre de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (19,1-10):

Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Vivía en ella un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los que cobraban impuestos para Roma. Quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura. Así que, echando a correr, se adelantó, y para alcanzar a verle se subió a un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús.
Al llegar allí, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa.»
Zaqueo bajó aprisa, y con alegría recibió a Jesús. Al ver esto comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo, levantándose entonces, dijo al Señor: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido.»

Palabra del Señor


Zaqueo en la higuera

Jericó, puerta de entrada a la tierra prometida, es también el lugar por el que Jesús se acerca a Jerusalén para realizar allí su entrada en la gloria por la puerta estrecha de la cruz. Es un lugar adecuado para manifestar el sentido pleno de su vida y su misión: a qué ha venido el Hijo del hombre. La respuesta a esta pregunta, es decir, esta manifestación, se realiza no de forma teórica o abstracta, sino bien concreta y práctica: por medio del encuentro con seres de carne y hueso, como Zaqueo. Lo primero que sabemos de él es que era un tipo importante, jefe y, además, rico. Pero ninguno de esos atributos, tan sobresalientes de tejas abajo, le servían para ver lo esencial. Los puestos que alcanzamos, el éxito, la fama, la riqueza todo esto no nos hace grandes a los ojos de Dios. Zaqueo, hombre importante y rico era, sin embargo, pequeño y, por eso, no podía alcanzar a ver a Jesús. Hay cosas que parecen engrandecernos humanamente, según los criterios del mundo, pero que no nos dan la altura (moral, espiritual, de miras, como queramos decirlo), para ver aquello que nos puede salvar, que nos hace ser algo más que un “personaje”, y nos ayuda a ser de verdad nosotros mismos. Zaqueo, grande en un sentido (para ser visto por los demás) y pequeño en otro (para ver a Jesús), tuvo la capacidad y la sabiduría de reconocer su propia pequeñez: descubrió que los atributos de su grandeza no le servían de nada a la hora de encontrarse con Cristo. Por eso, sin reparar en su dignidad, o en lo que los otros (que lo conocían tan bien) pudieran pensar, buscó un remedio adecuado a la pequeñez reconocida y aceptada. Como un muchacho (haciéndose como un niño) se subió a una higuera, elevándose por encima de su propia miseria, de modo que pudo ver al Maestro que atravesaba la ciudad. Y lo importante es que Jesús lo vio a él, reparó en su presencia y se invitó a su casa.

No es secundario el detalle de que se subiera a una higuera. En la Biblia la higuera es símbolo del pueblo de Dios. Esa higuera podía tener una excelente apariencia, muchas hojas, y, sin embargo, ser perfectamente estéril. Jesús maldijo una higuera llena de hojas por no tener frutos (cf. Mt 21, 18-20) justo antes de purificar el templo, signo de una religión tan solemne como vacía. Pero Jesús no desespera de su pueblo y considera que la purificación puede acabar fructificando: en la parábola de la higuera estéril (cf. Lc 13, 6-9) se apela a la paciencia de Dios, que da un plazo supletorio para que el viñador la trabaje y dé frutos.

Zaqueo simboliza cómo la paciencia de Dios es fecunda, y justo allí donde menos se esperaba. Los fariseos, seguros en sí mismos, prontos a condenar a los pecadores oficiales, son como las hojas de ese árbol, que ha fructificado, sin embargo, en el pequeño gran Zaqueo, que ha buscado a Jesús y lo ha acogido en su casa.

Al contemplar esta escena caemos en la cuenta de que ciertos aspectos en principio negativos de nuestra vida pueden jugar un papel positivo y salvador. Zaqueo fue capaz de reconocer su pequeñez (que era un pecador) y buscó un remedio: subirse a la higuera. Es un buen ejemplo de lo que el Evangelio nos decía justo hace una semana: el que se humilla será ensalzado. Reconocer humildemente su pequeña estatura le sirvió para poder elevarse y ser encontrado por Jesús. También la primera lectura insiste en ello. La nada que somos ante Dios halla su remedio en la compasión de este Señor, amigo de la vida, en el que no hay lugar para el odio, que sólo crea y conserva lo creado y, cuando el pecado ensombrece la bondad de su obra, responde con el perdón y la misericordia. Este hermosísimo canto a la bondad de Dios y a la positividad de todo lo creado tiene especial relieve si tenemos en cuenta el contexto en que está escrito: el autor del libro de la Sabiduría reflexiona sobre la historia de la salvación y, en este preciso momento, está hablando no de Israel, sino de Egipto y de cómo los castigos que, en la tradición de Israel, Dios mandó a este pueblo idólatra y explotador del pueblo de Dios, no tenían un sentido destructor, sino que estaban dirigidos por una pedagogía salvífica y amorosa que alcanza a todos los seres, también a nuestros presuntos enemigos, sobre los que Dios también hace salir el sol y manda la lluvia (cf. Mt 5, 45). Y vemos aquí cómo lo que a nuestros ojos aparece como mal, como desgracias, limitaciones, defectos, Dios puede convertirlo en bien, en ocasión para una llamada y un encuentro salvador. Jesús, que atraviesa Jericó dirigiéndose a Jerusalén, es el mejor ejemplo, pues en Jerusalén va a encontrar una muerte que será fuente de vida y salvación.

En Zaqueo se anticipa ya esta acción salvífica. No sabemos de qué hablarían durante la comida, pero sí que conocemos los frutos de aquella conversación. Jesús habló y Zaqueo respondió a su Palabra. La presencia de Jesús en su casa le ayudó a sacar lo mejor de sí mismo: donde había injusticia, fraude y egoísmo, aparecen justicia, reparación y generosidad sobreabundante. Como dice Jesús, en respuesta al arrepentimiento y la conversión de Zaqueo, “la salvación ha llegado hoy a esta casa”. La salvación que porta Jesús nos ayuda a encontrar nuestra verdad, a llegar a ser el que realmente somos. Zaqueo significa “puro”. Sólo tras el encuentro con Cristo, Zaqueo empieza a ser sí mismo. Verdadero fruto de la higuera que representa al pueblo de Dios, Jesús con su presencia ha rescatado al que, sí, estaba perdido, pero que era también hijo de Abraham.

Zaqueo nos invita a pensar de qué cosas nos sentimos ricos e importantes, pero que nos hacen pequeños ante Dios y nos impiden ver al Jesús que pasa cerca de nosotros. Reconocer nuestra pequeñez es el mejor modo de hacernos encontradizos con Él y acogerlo en nuestra casa y dejar que nos hable al corazón. Jesús nos trae la salvación, nos libera de nuestras esclavitudes, saca de nosotros lo mejor de nosotros mismos, nos descubre lo que realmente somos y estamos llamados a ser: hijos de Dios.

Pablo nos avisa hoy de que no nos calentemos la cabeza con supuestas revelaciones acerca del fin del mundo. Hay quienes andan preocupados por venidas divinas terribles, llenas de amenazas y castigos por nuestros pecados, pero que poco tienen que ver con el Dios compasivo que “cierra los ojos a los pecados de los hombres”, que no ha venido a condenar sino a salvar y a buscar a lo que estaba perdido. La venida que nos debe interesar ante todo es este “pasar” cotidiano de Jesús a través de nuestra ciudad, de nuestra vida, y que se quiere encontrar con nosotros e invitarse a nuestra casa. Se trata de un encuentro que nos llama a iniciar un camino, una vocación que hemos de ir realizando día a día, pidiendo en la oración cotidiana (en la conversación con el Cristo que habla sentado a nuestra mesa) que Dios nos dé fuerza para que, como en el caso de Zaqueo, no se quede sólo en buenos deseos, sino que dé frutos de buenas obras.