lunes, 4 de noviembre de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (19,1-10):

Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Vivía en ella un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los que cobraban impuestos para Roma. Quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura. Así que, echando a correr, se adelantó, y para alcanzar a verle se subió a un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús.
Al llegar allí, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa.»
Zaqueo bajó aprisa, y con alegría recibió a Jesús. Al ver esto comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo, levantándose entonces, dijo al Señor: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido.»

Palabra del Señor


Zaqueo en la higuera

Jericó, puerta de entrada a la tierra prometida, es también el lugar por el que Jesús se acerca a Jerusalén para realizar allí su entrada en la gloria por la puerta estrecha de la cruz. Es un lugar adecuado para manifestar el sentido pleno de su vida y su misión: a qué ha venido el Hijo del hombre. La respuesta a esta pregunta, es decir, esta manifestación, se realiza no de forma teórica o abstracta, sino bien concreta y práctica: por medio del encuentro con seres de carne y hueso, como Zaqueo. Lo primero que sabemos de él es que era un tipo importante, jefe y, además, rico. Pero ninguno de esos atributos, tan sobresalientes de tejas abajo, le servían para ver lo esencial. Los puestos que alcanzamos, el éxito, la fama, la riqueza todo esto no nos hace grandes a los ojos de Dios. Zaqueo, hombre importante y rico era, sin embargo, pequeño y, por eso, no podía alcanzar a ver a Jesús. Hay cosas que parecen engrandecernos humanamente, según los criterios del mundo, pero que no nos dan la altura (moral, espiritual, de miras, como queramos decirlo), para ver aquello que nos puede salvar, que nos hace ser algo más que un “personaje”, y nos ayuda a ser de verdad nosotros mismos. Zaqueo, grande en un sentido (para ser visto por los demás) y pequeño en otro (para ver a Jesús), tuvo la capacidad y la sabiduría de reconocer su propia pequeñez: descubrió que los atributos de su grandeza no le servían de nada a la hora de encontrarse con Cristo. Por eso, sin reparar en su dignidad, o en lo que los otros (que lo conocían tan bien) pudieran pensar, buscó un remedio adecuado a la pequeñez reconocida y aceptada. Como un muchacho (haciéndose como un niño) se subió a una higuera, elevándose por encima de su propia miseria, de modo que pudo ver al Maestro que atravesaba la ciudad. Y lo importante es que Jesús lo vio a él, reparó en su presencia y se invitó a su casa.

No es secundario el detalle de que se subiera a una higuera. En la Biblia la higuera es símbolo del pueblo de Dios. Esa higuera podía tener una excelente apariencia, muchas hojas, y, sin embargo, ser perfectamente estéril. Jesús maldijo una higuera llena de hojas por no tener frutos (cf. Mt 21, 18-20) justo antes de purificar el templo, signo de una religión tan solemne como vacía. Pero Jesús no desespera de su pueblo y considera que la purificación puede acabar fructificando: en la parábola de la higuera estéril (cf. Lc 13, 6-9) se apela a la paciencia de Dios, que da un plazo supletorio para que el viñador la trabaje y dé frutos.

Zaqueo simboliza cómo la paciencia de Dios es fecunda, y justo allí donde menos se esperaba. Los fariseos, seguros en sí mismos, prontos a condenar a los pecadores oficiales, son como las hojas de ese árbol, que ha fructificado, sin embargo, en el pequeño gran Zaqueo, que ha buscado a Jesús y lo ha acogido en su casa.

Al contemplar esta escena caemos en la cuenta de que ciertos aspectos en principio negativos de nuestra vida pueden jugar un papel positivo y salvador. Zaqueo fue capaz de reconocer su pequeñez (que era un pecador) y buscó un remedio: subirse a la higuera. Es un buen ejemplo de lo que el Evangelio nos decía justo hace una semana: el que se humilla será ensalzado. Reconocer humildemente su pequeña estatura le sirvió para poder elevarse y ser encontrado por Jesús. También la primera lectura insiste en ello. La nada que somos ante Dios halla su remedio en la compasión de este Señor, amigo de la vida, en el que no hay lugar para el odio, que sólo crea y conserva lo creado y, cuando el pecado ensombrece la bondad de su obra, responde con el perdón y la misericordia. Este hermosísimo canto a la bondad de Dios y a la positividad de todo lo creado tiene especial relieve si tenemos en cuenta el contexto en que está escrito: el autor del libro de la Sabiduría reflexiona sobre la historia de la salvación y, en este preciso momento, está hablando no de Israel, sino de Egipto y de cómo los castigos que, en la tradición de Israel, Dios mandó a este pueblo idólatra y explotador del pueblo de Dios, no tenían un sentido destructor, sino que estaban dirigidos por una pedagogía salvífica y amorosa que alcanza a todos los seres, también a nuestros presuntos enemigos, sobre los que Dios también hace salir el sol y manda la lluvia (cf. Mt 5, 45). Y vemos aquí cómo lo que a nuestros ojos aparece como mal, como desgracias, limitaciones, defectos, Dios puede convertirlo en bien, en ocasión para una llamada y un encuentro salvador. Jesús, que atraviesa Jericó dirigiéndose a Jerusalén, es el mejor ejemplo, pues en Jerusalén va a encontrar una muerte que será fuente de vida y salvación.

En Zaqueo se anticipa ya esta acción salvífica. No sabemos de qué hablarían durante la comida, pero sí que conocemos los frutos de aquella conversación. Jesús habló y Zaqueo respondió a su Palabra. La presencia de Jesús en su casa le ayudó a sacar lo mejor de sí mismo: donde había injusticia, fraude y egoísmo, aparecen justicia, reparación y generosidad sobreabundante. Como dice Jesús, en respuesta al arrepentimiento y la conversión de Zaqueo, “la salvación ha llegado hoy a esta casa”. La salvación que porta Jesús nos ayuda a encontrar nuestra verdad, a llegar a ser el que realmente somos. Zaqueo significa “puro”. Sólo tras el encuentro con Cristo, Zaqueo empieza a ser sí mismo. Verdadero fruto de la higuera que representa al pueblo de Dios, Jesús con su presencia ha rescatado al que, sí, estaba perdido, pero que era también hijo de Abraham.

Zaqueo nos invita a pensar de qué cosas nos sentimos ricos e importantes, pero que nos hacen pequeños ante Dios y nos impiden ver al Jesús que pasa cerca de nosotros. Reconocer nuestra pequeñez es el mejor modo de hacernos encontradizos con Él y acogerlo en nuestra casa y dejar que nos hable al corazón. Jesús nos trae la salvación, nos libera de nuestras esclavitudes, saca de nosotros lo mejor de nosotros mismos, nos descubre lo que realmente somos y estamos llamados a ser: hijos de Dios.

Pablo nos avisa hoy de que no nos calentemos la cabeza con supuestas revelaciones acerca del fin del mundo. Hay quienes andan preocupados por venidas divinas terribles, llenas de amenazas y castigos por nuestros pecados, pero que poco tienen que ver con el Dios compasivo que “cierra los ojos a los pecados de los hombres”, que no ha venido a condenar sino a salvar y a buscar a lo que estaba perdido. La venida que nos debe interesar ante todo es este “pasar” cotidiano de Jesús a través de nuestra ciudad, de nuestra vida, y que se quiere encontrar con nosotros e invitarse a nuestra casa. Se trata de un encuentro que nos llama a iniciar un camino, una vocación que hemos de ir realizando día a día, pidiendo en la oración cotidiana (en la conversación con el Cristo que habla sentado a nuestra mesa) que Dios nos dé fuerza para que, como en el caso de Zaqueo, no se quede sólo en buenos deseos, sino que dé frutos de buenas obras.

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