sábado, 31 de agosto de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

                                                      
Evangelio según San Lucas 14,1.7-14.
1 Sucedió que un sábado fue a comer a casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos le estaban observando.
7 Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola: 8 «Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya invitado a otro más distinguido que tú 9y, viniendo el que os invitó a ti y a él, te diga: `Deja el sitio a éste', y tengas que ir, avergonzado, a sentarte en el último puesto. 10 Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te invitó, te diga: `Amigo, sube más arriba.' Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa. 11Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.»
12 Dijo también al que le había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez y tengas ya tu recompensa. 13 Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; 14 y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos.»
Palabra del Señor
2. La Palabra se ilumina (lectio)
a) Contexto:
La parábola de la elección de los últimos lugares está situada en sábado, cuando Jesús está ya en Jerusalén, donde se cumplirá el misterio pascual, donde se celebrará la eucaristía de la nueva alianza, a la cual le seguirá después, el encuentro con el viviente y el encargo de la misión de los discípulos que prolongará la de Jesús. La luz de la Pascua permite ver el camino que el Señor hace recorrer a todos aquellos que son llamados para representarlo como siervo, diakonos, en medio de la comunidad, recogida en torno a la mesa. Es el tema lucano de la comunión o participación. La realidades más hermosas las ha realizado Jesús, las ha proclamado y enseñado a la mesa, en un ambiente de banquete.
En el capítulo 14, Lucas, con su hábil arte de narrador, pinta un cuadro, en el cual superpone dos imágenes: Jesús, a la mesa, define el rostro de la nueva comunidad, convocada en torno a la mesa eucarística. La página está dividida en dos escenas: la primera la invitación a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos en día de fiesta, un sábado (Lc 14, 1-6); luego, la enseñanza con dos pequeñas parábolas sobre el modo de elegir los puestos a la mesa y los criterios para hacer las invitaciones (Lc 14, 7-14); finalmente la parábola de los invitados al banquete (Lc 14,15-16), en la que aparece el problema de los invitados: ¿quién participará en la mesa del reino? Esta participación se prepara desde este momento hasta la hora de la relación con Jesús, que convoca en torno a él a las personas en la comunidad-Iglesia.
b) Exégesis:
- el sábado: día de fiesta y de liberación
He aquí el versículo de Lucas: « Sucedió que un sábado fue a comer a casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos le estaban observando» (Lc 14, 1). Jesús es invitado un día festivo por un responsable de los movimientos de los observantes o fariseos. Jesús está a la mesa. En este contexto sucede el primer episodio: la curación de un hombre hidrópico, impedido por su enfermedad de participar a la mesa. Aquellos que están marcados en su carne están excluidos de la comunidad de los observantes, como sabemos por la Regla de Qumran. La comida del sábado tiene carácter festivo y sagrado, sobre todo para los observantes de la ley. En el día de sábado, de hecho, se hace memoria semanal del éxodo y de la creación. Jesús, justamente en día de sábado, devuelve la libertad y devuelve la salud plena a un hombre hidrópico.
Él justifica su gesto ante los maestros y observantes de la ley con estas palabras: « ¿Quién de vosotros, si se le cae un ano o buey al pozo no lo saca inmediatamente en día de sábado?». Dios está interesado en las personas y no sólo en las propiedades del hombre. El sábado no se reduce a una observancia externa del descanso sagrado, sino que está en favor del hombre. Con esta preocupación dirigida al hombre, se da también la clave de lo criterios de convocación a esta comunidad simbolizada por la mesa: ¿cómo hacer la elección de los puestos? ¿a quién invitar y quién participará al final en el banquete del Reino? El gesto de Jesús es programático: el sábado está hecho para el hombre. Él realiza en día de sábado lo que es el significado fundamental de la celebración de la memoria de la salida de Egipto y de la creación.
- sobre la elección de los puesto y de los invitados
Los criterios para elegir los puestos no se basan en la precedencia, o sobre los papeles o notoriedad, sino que se inspira en el actuar de Dios que promueve a los últimos, «porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.» (Lc 14, 11). Este principio que cierra la parábola del nuevo libro de urbanidad, que tira por tierra los criterios mundanos, hace alusión a la acción de Dios por medio del pasivo «será ensalzado». Dios exalta a los pequeños y a los pobres, así como Jesús ha introducido en la mesa de la fiesta sabática al hidrópico excluido.
Luego vienen los criterios sobre la elección de los invitados. Se excluyen los criterios de recomendación o de solidaridad corporativa: « No llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos... …» « Al contrario, cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos...» (Lc 14, 12.13). El elenco comienza con los pobres, que en el evangelio de Lucas son los destinatarios de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de los cielos». En el elenco de los invitados, los pobres están concretizados como los disminuidos físicamente, excluidos por las confraternidades farisaicas y por el ritual del templo (Cf. 2Sam 5, 8; Lv 21, 18).
Este elenco se vuelve a encontrar en la parábola del banquete: pobres, cojos, ciegos y mancos toman el puesto de los invitados al respecto (Lc 14, 21).
Esta segunda parábola sobre el criterio de los invitados se cierra con esta proclamación: «Y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14, 14), al final de los tiempos, cuando Dios manifieste su señorío comunicando la vida eterna. Hay una frase de uno de los comensales, en este momento, que hace de lazo de unión entre las dos pequeñas parábolas y el banquete de cena. «Uno de los comensales, habiendo oído esto, dijo: «¡Bienaventurado el que coma el pan del reino de Dios!”» (Lc 14, 15). Esta parábola que hace alusión a la bienaventuranza del reino y a la condición para participar en el mismo mediante la imagen del banquete, «comer el pan», situa la parábola del banquete dentro de su significado escatológico. Sin embargo, este banquete final, que es el reino de Dios y la plena comunión con él, se prepara en la comunión actual. Jesús narra esta parábola para interpretar la convocación de los hombres con el anuncio del reino de Dios a través de su actuación histórica.
3. La palabra me ilumina (para meditar)
a) Jesús, estando en casa del fariseo que lo había invitado a comer, observa cómo los invitados eligen los primeros puestos.Es una actitud muy común en la vida, no solamente cuando se está a la mesa: cada uno busca el primer puesto en la atención y en la consideración por parte de los demás. Todos, comenzando por nosotros mismos, tenemos experiencia de ello. Pero, debemos tener cuidado, porque las palabras de Jesús, que exhortan a abstenerse de buscar el primer puesto, no son simplemente una palabras de urbanidad; ellas son una regla de vida. Jesús aclara que es el Señor el que da a cada uno la dignidad y el honor, no somos nosotros a dárnoslo, tal vez presumiendo de nuestros propios méritos. Como hizo en las Bienaventuranzas, Jesús echa por tierra el juicio y el comportamiento de este mundo. El que se reconoce pecador y humilde, será exaltado por Dios, el que, por el contrario, pretende que se le reconozcan sus méritos y busca los primeros puestos, arriesga el autoexcluirse del banquete.
b) « No te pongas en el primer puesto, no sea que haya invitado a otro más distinguido que tú... y tengas que ir, avergonzado, a sentarte en el último puesto » (Lc 14,8-9). Parece que Jesús juegue con los tentativos infantiles de los invitados que se preocupan por alcanzar la mejor posición; pero, su intención es mucho más seria. Hablando a los jefes de Israel, él muestra cuál es el poder que edifica las relaciones del reino: "El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado » (Lc 14,11). Les describe “el buen uso del poder", fundado sobre la humildad. Es el mismo poder que Dios libera en la humanidad en la encarnación: "Al servicio de la voluntad del Padre, a fin de que toda la creación vuelva a él, el Verbo “no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,6-8). Esta kenosis gloriosa del Hijo de Dios “tiene la capacidad” de curar, reconciliar y liberar a toda la creación. La humildad es la fuerza que edifica el reino y la comunidad de los discípulos, la Iglesia.

sábado, 24 de agosto de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,22-30):

En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?» 
Jesús les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos"; y él os replicará: "No sé quiénes sois." Entonces comenzaréis a decir. "Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas." Pero él os replicará: "No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados." Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, lsaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»

Palabra del Señor.
La puerta estrecha y los horizontes amplios.


Jesús iba camino de Jerusalén, es decir, camino de su entrega por amor en la Cruz, y esa suprema lección venía precedida de una enseñanza itinerante por ciudades y aldeas, que, a tenor de lo que leemos hoy, estaba abierta a la participación de la gente. Jesús habla, pero también escucha, enseña, pero también se deja abordar por sus oyentes. La que centra hoy nuestra atención es una pregunta clásica, una de esas que nunca quedan contestadas del todo, y que, por eso, reaparece siempre, en cada época y cultura. Hay una fuerte tendencia a proyectar sobre la pregunta las convicciones y los prejuicios de cada momento histórico (anticipando así la respuesta). Por ejemplo, hubo tiempos, no tan lejanos (algunos hasta tal vez los recuerden) en que se aseguraba que serán pocos los que se salven. Una aguda conciencia del pecado, que se extiende por doquier, más un cierto rigorismo moral, llevan a la convicción de que la salvación es un asunto demasiado caro, accesible a pocos: “Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa” (Sal 48, 9-10). Sin embargo, aunque se esté de acuerdo en que la salvación es algo que el hombre no puede alcanzar por sus solas fuerzas (“para los hombres es imposible”), sabemos que es un don de Dios, que Él ofrece sin condiciones: “para Dios todo es posible” (Mt 19, 26). Cuando se subraya la misericordia de Dios, dejando en penumbra la responsabilidad humana, se invierte el platillo de la balanza, y se tiende a afirmar que la salvación es accesible al margen de lo que hagamos o dejemos de hacer, hasta el extremo de defender la “apocatástasis” (doctrina que enseña que llegará un tiempo en que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación, incluidos los demonios y las almas de los réprobos). Tal sucede en nuestros tiempos, en los que, pese a que muchos han dejado de creer en la salvación, al perderse también la noción de pecado, existe una fuerte inclinación a desechar cualquier idea de castigo a causa de una culpa responsable. Entre estas opiniones extremas, pueden encontrarse posiciones intermedias para todos los gustos.

¿En cuál de ellas se sitúa Jesús? Llama la atención la respuesta aparentemente evasiva que da. ¿Es que acaso Jesús no quiere “mojarse”? En realidad su respuesta es la única realista y posible. No nos habla de cantidades, sino que nos ofrece una enseñanza sobre el camino de salvación. No puede decir si son muchos o pocos, porque la salvación es una realidad abierta, no un destino inexorable prefijado desde la eternidad. Es, ciertamente, un don de Dios, pero también es algo que, en parte, depende de nosotros. Pues Dios ofrece la salvación, y la ofrece sin condiciones, pero nosotros podemos aceptarla o rechazarla, dependiendo de cómo respondamos a esa oferta gratuita. Dios no impone la salvación, sin que interpela a nuestra libertad, que puede responsablemente tomar partido. Aquí se pone de relieve el sentido más profundo y último de la responsabilidad: la capacidad de responder en un sentido u otro a la llamada de Dios. Y, como Dios nos llama directamente, por medio de su Palabra, pero también indirectamente, por medio de los valores y las exigencias de nuestra conciencia, el hombre puede también aceptar o rechazar la oferta de Dios, directamente por medio de la fe (y el modo de vida que se deriva de ella), o por medio de una vida acorde con la conciencia, por ejemplo en el servicio a los pequeños hermanos en los que vive y sufre Jesús (cf. Mt 25, 31-46).

Es notable, a este respecto, que podemos saber con cierta precisión cuándo se da la aceptación (directa o indirecta) de la oferta de salvación, pero, en cambio, no podemos saber nunca del todo cuándo tiene lugar el rechazo: sólo Dios lo sabe, sólo Él ve hasta el fondo el corazón del hombre. Por eso, la Iglesia, que afirma de algunos que están ya en la gloria, junto a Dios (cuando los beatifica y canoniza), nunca afirma de nadie que se haya condenado, ni aún de Judas. Sin embargo, la Iglesia sí defiende la libertad del hombre y afirma su capacidad de tomar partido a favor y en contra de Dios, por eso mantiene la posibilidad de la condenación y, en consecuencia, rechaza la tesis de la apocatástasis.

Jesús nos dice en su respuesta que no es cuestión de muchos o pocos, sino de cada uno, y que se trata de una cuestión muy seria, que no debemos tomarnos a la ligera. La alusión a la puerta estrecha hay que entenderla así. La salvación no es un “estado final” que poco o mucho tiene que ver con nuestra vida cotidiana, sino que está en relación directa con la autenticidad de nuestra vida; y la vida, debemos reconocerlo, es un asunto serio y con el que no hay que jugar. Tomarse en serio la vida, vivirla con autenticidad, significa estar abierto a la Palabra de Dios, que consuela, pero también exige (“¡levántate!”, “¡sígueme!”, “¡camina!”), y tratar de vivir de acuerdo a esa Palabra, siendo fiel, justo, veraz, solidario, dispuesto al perdón, respondiendo, en suma, con amor al amor de Dios (que eso es la salvación). Todo esto es algo que comporta ciertas renuncias y dificultades, y por eso se puede hablar de puerta estrecha. Como dice un autor contemporáneo (Manfred Lütz, en su estupendo libro Dios. Una breve historia del eterno), “es cierto que ser moralmente íntegro también representa de vez en cuando una alegría; pero suele resultar más bien laborioso e ir acompañado de considerables desventajas para el bienestar personal”. No olvidemos lo que decíamos al principio: Jesús iba camino de Jerusalén, allí donde él personalmente iba a pagar el alto precio de la salvación que Dios ofrece a la humanidad entera.

Naturalmente, a todos nos gustaría una salvación más barata, a ser posible sin cruz. Pero Jesús nos enseña, no sólo con palabras, sino con el ejemplo de su propia vida, que esto no es posible, sino que “el Mesías tiene que padecer, para entrar así en su gloria” (Lc 24, 26). Sin el supremo sacrificio de la cruz, sin llegar hasta el extremo de la muerte, esa salvación no tocaría las fibras más profundas de la existencia humana, y no sería una salvación verdadera y definitiva, del mal, del pecado y de la muerte. Por eso, no valen aquí las quejas que emitimos con tanta frecuencia sobre nuestros males, físicos, psicológicos o morales. El autor de la carta a los Hebreos nos recuerda con otras palabras la exhortación de Jesús a tomar sobre sí la propia cruz (cf. Mt 16, 24): entender las dificultades y contrariedades de la vida como formas de corrección, ocasiones de purificación y fortalecimiento interior. En realidad no es que Dios nos castigue, pero Él, que puede sacar bien del mal (resurrección de la muerte), nos enseña el bien que podemos extraer de las inevitables dificultades y contrariedades de la vida: son ocasiones para descubrir en ellas el rostro sufriente de su Hijo, y unirnos a él (cf. Col. 1, 24). Aunque nadie puede querer el dolor, pasando por su crisol con este sentido redentor, nos fortalecemos y curamos.

La Cruz es la puerta estrecha que Jesús ha elegido para entrar en la nueva Creación. Y el camino que lleva a Jerusalén es el camino angosto (en el texto paralelo de Mateo 7, 13-14) que lleva a la vida. Pero, precisamente hablando de esa puerta estrecha, Jesús dice que muchos querrán entrar por ella y no podrán, y de esa senda empinada afirma que son pocos los que dan con ella. ¿No avalan estas afirmaciones la tesis de que son pocos los que se salvan?

La primera lectura, leída a la luz del evangelio, puede darnos la clave de interpretación de esta espinosa cuestión y de la exigente respuesta de Cristo. Que hemos de tomarnos esta cuestión en serio (pues nos va en ella la vida), significa que no hemos de pensar que nos podemos asegurar la salvación gracias a ciertos signos externos, como la pertenencia a un pueblo o nación (el pueblo elegido) o a determinada institución. La salvación, que afecta a la profundidad y autenticidad de la vida de cada uno, no puede resolverse por la vía étnica, nacional, sociológica o jurídica. Tenemos que evitar caer en la trampa de pensar que la salvación es cosa de grupos determinados (como decía aquel chiste de Mingote, “al final, al cielo iremos los de siempre”), como creían muchos judíos de tiempos de Jesús y como, tal vez, seguimos pensando algunos cristianos. Podemos conocer “oficialmente” a Jesús como el Cristo por motivos puramente geográficos o culturales, pero que, al tiempo, no permitirle entrar en nuestra vida y que la conforme por dentro.

Entendemos ahora que la puerta estrecha no nos abre a un horizonte igualmente estrecho y de cortos vuelos. Lo que cuesta, a veces lágrimas, a veces sangre, tiene un valor superior. Y la senda empinada nos conduce a cimas, en las que disfrutamos de perspectivas amplias y paisajes impensables desde la placidez del valle. Así, la puerta estrecha se abre a horizontes que superan toda frontera, y en los que la salvación está abierta y ofrecida a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones sin excepción. Pero esto significa que por esa puerta nuestro mismo corazón se abre y ensancha a la medida de toda la humanidad, a la medida del corazón del mismo Dios, que ha tomado carne en Jesucristo, y que no conoce fronteras. Dios quiere realmente que todos los hombres se salven y alcancen el conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4). Y nosotros, esforzándonos por entrar por la puerta estrecha, estamos contribuyendo a propagar esa apertura de espíritu, ese horizonte amplio en que, superando tal vez con dificultad nuestras propias cerrazones, descubrimos que todas las gentes de todos los países son nuestros hermanos, todos llamados a participar en esa salvación que consiste en la filiación divina que Cristo ha venido a traernos y nos ha regalado por su muerte y resurrección.

sábado, 17 de agosto de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,49-53):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

Palabra del Señor

Fuego en la tierra

¿No es acaso Jesucristo el Príncipe de la Paz? ¿No ha venido al mundo a reconciliarnos con Dios y entre nosotros, a extender el perdón, a renovar nuestras relaciones por medio del mandamiento del amor? ¿Cómo entender entonces las expresiones tan duras y aparentemente contradictorias con esos ideales que resuenan en el evangelio de hoy?

En realidad, no hay aquí contradicción alguna, sino, al contrario, una lógica profunda. Todas las enseñanzas de las semanas pasadas sobre la oración, la verdadera riqueza, la responsabilidad, la fidelidad y el servicio desembocan hoy en la llamada apremiante de Jesús a realizar una decisión radical relativa a su propia persona. Y es que no se pueden reducir aquellas enseñanzas a una “doctrina moral”, sobre “valores” en general, sino que son aspectos y dimensiones de un mensaje de Verdad y Salvación que se concentra en la persona de Jesús. Por eso, la decisión fuerte a la que nos llama es a elegirlo a él como Señor y Mesías, a hacer de él y del seguimiento de su persona el eje real de nuestra existencia. Se trata de una decisión radical porque no admite medias tintas: si no lo elegimos, entonces lo estamos rechazando. Es una elección de fe, pero que se expresa y refleja en todas las facetas esenciales de nuestra existencia: la relación con el prójimo, la existencia consciente y en vela, la responsabilidad y la disposición al servicio. En todas ellas se expresa la actitud de escucha y acogida de su palabra y su persona (de la Palabra encarnada que es su persona), por la que no insertamos en su relación filial con el Padre. La decisión es radical porque, en definitiva, todas estas actitudes se resumen en una: la disposición a dar la vida. Eso es precisamente lo que está haciendo Jesús: una vida consagrada a su Padre y al bien de sus hermanos, y que culmina en un “bautismo”, que no puede no generar tensión y angustia: su muerte en Cruz, el fuego purificador de un amor total que vence al pecado y a la misma muerte.

Jesús no es un Maestro “blando”, que ha venido a traernos azúcar para edulcorar falsamente las durezas de la vida. Realmente, edulcorando la imagen que nos hacemos de él, estamos falseándolo, a él y a su mensaje. Jesús, Maestro y Mesías, es un hombre de decisiones fuertes, que comportan renuncias difíciles. Eligiendo el camino de la Cruz, no eludiendo las dimensiones más duras y oscuras de la vida humana, consecuencia del pecado y del alejamiento de Dios, Jesús está haciendo suyas esas renuncias que suponen rechazar los falsos caminos de salvación, esos que con tanta insistencia se nos proponen cada día: el mero disfrute de la vida, como el único bien posible, y, en consecuencia, la riqueza, el egoísmo, exclusión de los “otros”, y, si se tercia, la violencia como medio eficaz de defensa y autoafirmación. Igual que existe una imagen blanda (y falsa) de Jesús y del cristianismo, que quiere evitar todo conflicto por medio de un irenismo imposible, que evita molestar a nadie, existe un pacifismo igualmente blando, el pacifismo de los débiles lo llamaba el filósofo católico E. Mounier, que tras el “no a la guerra”, el “no quiero matar” y “la paz a cualquier precio”, deja oír la voz temblorosa que dice: “a mí que no me maten” y “mi vida a cualquier precio”. Aquí la paz significa, más o menos, “que me dejen en paz”, no estoy dispuesto a dar la vida por nada.

Si Jesús es el Príncipe de la Paz lo es, ciertamente, de otra manera, encarnando el ánimo sereno de morir sin matar, como también decía Mounier, el pacifismo de los fuertes. Porque la disposición a dar la vida por la Verdad y el Bien supone un ánimo fuerte y la capacidad de tomar decisiones difíciles, incluso si eso provoca conflictos y riesgos para la propia tranquilidad y bienestar. De esos conflictos habla Cristo hoy, cuando se refiere a la división y la espada que ha venido a traer a la tierra. La elección de fe, la decisión de seguirle hasta el final implica con frecuencia ir contra corriente, atraerse la enemistad del entorno, pues esas decisiones son, al mismo tiempo, una denuncia difícil de soportar. No es raro escuchar voces prudentes (falsamente prudentes) que nos dicen que no hay que tomarse las cosas tan a pecho, que no hay que exagerar, que hay cosas que todo el mundo hace, que no hay que ir dando la nota y distinguiéndose de los demás. Son invitaciones a adaptarse, a acomodarse, a no ser fiel a uno mismo y a la propia conciencia, sino a seguir los criterios del mundo circundante, dominado por opiniones comunes, con frecuencia vulgares, dictadas además por intereses más o menos escondidos y no siempre limpios.

Es natural que Jesús hable hoy de fuego, de espada y de división. Nos está llamando a una libertad suprema, capaz de realizar esa decisión de fe, que supone tantas veces romper con el ambiente que nos rodea, caminar contra corriente y afrontar la enemistad incluso de los más cercanos.

Puede ser que ante una encrucijada semejante sintamos vértigo y temor. Pero tenemos que saber que en este camino no estamos solos: como nos dice el autor de la carta a los Hebreos, una nube ingente de testigos nos rodea, nos da ejemplo, nos ayuda a desembarazarnos de lo que nos estorba (el pecado de egoísmo, de pereza, de vulgaridad, que nos ata) para correr en la carrera que nos toca (precisamente a cada uno, pues cada cual tiene si propio camino y su propia cruz), sin retirarnos, siendo fieles a nuestra auténtica vocación, aunque ello comporte sinsabores, dificultades, incomprensión o conflictos. Uno de esos testigos es el profeta Jeremías, que hizo de su vida entera un testimonio de compromiso con una verdad incómoda, que sus compatriotas no estaban dispuestos a aceptar, seducidos como estaban por falsas seguridades. Jeremías fue fiel hasta la muerte en medio de muchas incomprensiones y persecuciones. Jeremías y toda la ingente nube de testigos (todos los patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, todos los santos a lo largo de toda la historia) apuntan a Cristo, que renunciando al gozo inmediato soportó la cruz. Jesús, y con él todos los que dan testimonio de él, nos anima y da fuerza para no temer, pues, como dice de nuevo la carta a los Hebreos, “todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado”, que es lo mismo que decir, que no debemos hacernos los mártires antes de tiempo, pero debemos estar dispuestos a serlo si llegara el caso.

De todos modos, pueden surgir dudas en nosotros: ¿cómo tomar decisiones, incluso si se trata de la decisión de fe, contra los más cercanos, a los que más queremos? A esto hay que oponer que la decisión por la fe y el seguimiento de Cristo, si bien puede resultar conflictiva con el entorno, no es una decisión contra nadie, sino a favor de todos, hasta de aquellos con los que chocamos. Pues quien sigue a Jesús está dispuesto a dar la vida también por los enemigos. Tomar la decisión de seguir a Jesús es beneficioso no sólo para el que la realiza, sino también para los que se oponen a ella. En esta semana hemos celebrado la memoria de los beatos mártires claretianos de Barbastro y del P. Maximiliano Kolbe: dieron su vida por Cristo y por sus hermanos, perdonando a sus verdugos y orando por ellos; y, aunque no sepamos cómo, podemos estar seguros que ese perdón y esa oración fueron eficaces también para aquellos. Por tanto, la decisión radical y difícil a favor de Cristo, de su Palabra y de su persona, es, al mismo tiempo, una decisión a favor de la autenticidad de la propia vida y de los valores que ennoblecen y salvan la vida humana, una decisión que aumenta el caudal de Verdad, Bien y Justicia en nuestro mundo y que redunda en bien de todos, incluso de los que, por los más variados motivos, se oponen a nuestra elección.

sábado, 10 de agosto de 2013

ELECCIONES ARGENTINAS EL DÍA 11 DE AGOSTO DEL 2013

ELECCIONES 2013

¿Por qué VOTAR?

· Porque todo ciudadano tiene derecho a elegir y ser elegido.
· Porque no podemos dejar en manos de un sólo sector el decidir el rumbo de nuestro municipio.
· Porque como cristianos debemos ser responsables al estar presente en la vida pública, opuestos en todo caso a las injusticias.
· Porque es una obligación con nuestro municipio y con la nación. No votar es conformarse con lo que nos impongan.
· Porque debemos elegir inteligentemente “entre lo malo y lo bueno, entre lo bueno y lo mejor”. (Benedicto XVI, Colonia, 20 agosto 2005)

¿Para qué VOTAR?

· Para que no exista ausencia en el ámbito político de voces y líderes católicos que defiendan las convicciones éticas y religiosas de nuestra Iglesia.
· Para participar plenamente en la ordenación de la comunidad política, seleccionando mediante el voto a los gobernantes más idóneos, rechazando aquellos carentes de idoneidad moral y ética para ejercer su gobierno. (Juan Pablo II, Centesimus Annus, 46).
· Para escoger gobernantes que se dediquen con su trabajo a la consecución del bien común de todos los ciudadanos. (Benedicto XVI, Deus Caritas Est, 26-28).
· Para favorecer a los pobres y no privilegiar a cualquier ideología que se proclame ser la única la interprete de las aspiraciones del pueblo. (Mensaje de la Conferencia Episcopal Nicaragüense, Enero 1988)

¿Por quién VOTAR?

· Por una persona que luche con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un individuo o de un sólo partido político; que se consagre con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política al servicio de todos. (Concilio Vaticano II, Gaudium Spes 75)
· Por un candidato con actitud humilde que no utilice la mentira para favorecer a unos cuantos. Una persona con un corazón generoso para planificar cosas buenas, utilizando palabras que ayuden a la gente a convivir en armonía.
· Por un ciudadano que no esté por encima de la ley, especialmente cuando esa ley viene de Dios.
· Por una persona capaz de utilizar los fondos públicos confiados a él para el bienestar de los demás y no para su lucro personal.
· Por una persona con criterio independiente.

Por quién NO VOTAR

No vote por candidatos simplemente porque se declaran católicos. Muchos de ellos son “CATOLICOS” únicamente cuando buscan los votos de los católicos.
No escoja candidatos con tendencias egoístas que no promueven el bien común, y sólo buscan su propio beneficio.
No recompense con su voto a candidatos que proponen prácticas contra la moral católica, por ejemplo quien promueva el aborto, dicho candidato no debe obtener su voto.
No vote por candidatos que proponen soluciones mágicas, que promueven maldades ocultas.
No vote por un candidato que su conciencia no acepte. La conciencia es como una alarma, le advierte cuando Ud. está por cometer un error.

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68


Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,32-48):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón. Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.» 
Pedro le preguntó: «Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?» 
El Señor le respondió: «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: "Mi amo tarda en llegar", y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.»

Palabra del Señor


Administradores fieles. Las diatribas de Jesús contra la riqueza causaban en sus discípulos desconcierto y escándalo (cf. Mc 10, 26), pues pensaban según la mentalidad tradicional, para la que la riqueza era un signo de la bendición de Dios. Es fácil imaginar que la parábola del rico insensato (que leímos la semana pasada) produjo en ellos una reacción similar de sorpresa y temor. Y más teniendo en cuenta que se trataba de un grupo humano débil y, con mucha probabilidad, social y económicamente pobre. En situaciones de pobreza y debilidad es normal aspirar a mejorar el propio estatus, y también a alcanzar la seguridad tibia que ofrece el bienestar material. De ahí las palabras de estímulo que Jesús pronuncia a continuación, y que acabamos de escuchar en el evangelio de hoy, con las que continúa su enseñanza sobre la verdadera riqueza.

Jesús exhorta a no temer, pese a la propia pequeñez, sino a poner la confianza en Dios, que ha decidido regalar a los que confían en Él una riqueza inmensamente superior a todas las posesiones materiales y a todo el poder de este mundo: su propio reino. Ese reino del que Jesús ha hecho el centro de su predicación, y que ya se ha hecho presente, se convierte ahora en un don que Dios hace a su pequeño rebaño. Ese don es la persona misma de Jesucristo, por el que merece la pena venderlo todo y darlo generosamente a los pobres, para adquirir así un tesoro que no se puede echar a perder ni puede ser robado.

En realidad, más que el tener (en cierto modo inevitable) o el no tener, Jesús mira a la verdadera cuestión: dónde está nuestro corazón. Un hombre puede ser pobre económicamente, pero vivir sólo para sus escasos bienes materiales, ser egoísta, interesado, tacaño. Su corazón está en la riqueza, la poca que tiene y la mucha que quisiera tener. Alguien puede gozar de una buena posición, pero ser generoso, desprendido, abierto a las necesidades de los demás, y dispuesto a dejarlo todo si así se lo exige su fe. Así pues, Jesús nos está invitando a examinar nuestro corazón, a comprobar cuáles son los tesoros por los que estamos dispuestos a venderlo todo. De este modo, nos está llamando a hacer un ejercicio de autoconciencia, a abrir los ojos y vivir en vela. Este ejercicio es ya un primer paso para hacer la elección de la verdadera riqueza. Porque, de hecho, cuando el ser humano se entrega (entrega su corazón) al mero bienestar material, se abotaga y adocena.

Recordemos al hombre de la parábola de la semana pasada. Ha decidido relajarse y dedicar el resto de su vida a comer y a beber, a pasarlo bien. Y de esa manera ha olvidado que nuestros días en la tierra están contados. Es evidente que en ocasiones tenemos que descansar y relajarnos, esto también es un deber, y Jesús mismo lo practicaba con sus discípulos (cf. Mc 6, 31), pero otra cosa muy distinta es consagrar (o pretender consagrar) la propia vida al ocio y a la satisfacción propia. Lo contrario de esto es la vida consciente, en vela, que nos recomienda Jesús. Se trata, en definitiva, en tomarse en serio la vida, que es una cosa seria, en hacerse consciente de los verdaderos valores, los que dan un sentido definitivo a nuestra existencia y que, a fin de cuentas, descubrimos en toda su plenitud en el mismo Jesucristo, en el que Dios ha tenido a bien darnos el reino.

Vivir en vela significa, además, vivir a la espera del Señor que viene de tantas maneras a nuestra vida cotidiana (en la Palabra, en la Eucaristía, en nuestros hermanos necesitados, también en el amargo trance de la muerte). Pero no se trata de una espera pasiva, sino que, por el contrario, Jesús la describe como la realización de un servicio. Es decir, los bienes del reino que Dios nos ha regalado no se convierten por ello para nosotros en una especie de propiedad privada y exclusiva: no somos dueños del reino, de los bienes que nos ha confiado Jesús, sino sólo sus administradores.

Se entiende la pregunta de Pedro: “¿has dicho esta parábola por nosotros o por todos?” La enorme riqueza de la fe en Jesucristo recibida por los discípulos les ha sido dada en depósito, para que la administren fielmente en favor de todos. Si la consideramos algo exclusivo, de la que podemos disponer a voluntad sólo en beneficio propio, nos convertimos en una secta cerrada, que se olvida que debe dar cuenta a su señor de los dones recibidos. Pero el grupo de los seguidores de Jesús es una comunidad abierta que se sabe investida de una misión sacerdotal en beneficio de toda la humanidad, que no se guarda para sí, sino ofrece gratuitamente a todos, lo que gratis ha recibido.

Y no puede ser de otra manera cuando los bienes de los que hablamos son el don de la filiación divina y de la fraternidad universal. En Cristo nos sabemos hijos de Dios y, por tanto, hermanos de todos. ¿Es posible guardarse para sí una riqueza de este tipo? ¿No tenemos por necesidad que salir al encuentro de todos a comunicarles que también ellos son hijos amados del Dios Padre de Jesucristo, que también ellos, como nuestro padre en la fe Abraham, son peregrinos en camino a la patria definitiva, de sólidos cimientos, y pueden participar de una fecundidad que supera toda expectativa humana?

En el testimonio valiente de nuestra fe y en el servicio desinteresado a nuestros semejantes nos vamos convirtiendo en el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas.

sábado, 3 de agosto de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68


EVANGELIO Lc 12, 13-21


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.

Uno de la multitud dijo al Señor: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia". Jesús le respondió: "Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?". Después les dijo: "Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas". Les dijo entonces una parábola: "Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: '¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha'. Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida'. Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?'. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios".

Palabra del Señor.


Comentario

Sin dudas, la a
cumulación de bienes nos aleja de una vida digna, trascendente y solidaria. El hombre de esta parábola tenía una única preocupación: aumentar sus bienes y ganancias. Seguramente, en el camino, muchos pobres y hambrientos habían quedado fuera de su proyecto. Al final, puso su vida en aquello mismo que lo mató: su propio egoísmo.