CIUDAD DEL VATICANO, (ZENIT.org).- El hecho de que Dios haya hablado a los hombres por medio de su Hijo es una llamada de atención a la mayor responsabilidad de los cristianos ante Dios, reconoció este viernes, ante el Papa, el predicador de la Casa Pontificia.
Del adecuado discernimiento de la persona de Jesús --«el Hijo de Dios venido a este mundo»-- a la exhortación del propio Cristo a que seamos su luz entre los hombres: fue el itinerario que siguió el padre Raniero Cantalamessa OFM Cap. en la primera predicación de Adviento a los colaboradores del obispo de Roma en la Curia romana, partiendo de la carta de san Pablo a los Hebreos: «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-3).
«Síntesis grandiosa de toda la historia de la salvación», el texto paulino evidencia la sucesión del «tiempo en que Dios hablaba por medio de los profetas» a aquél «en que Dios habla por medio de su Hijo»; de hablar «por persona intermedia» a hacerlo «en persona», porque el Hijo es «de la misma sustancia del Padre», apuntó el padre Cantalamessa.
Dentro de la Iglesia o fuera de ella --como es el caso de determinadas tendencias de investigación histórica-- la cuestión es: ¿para mí Jesús es «uno de los profetas» o es el «Hijo del Dios vivo»?, planteó.
De la mano de Joseph Ratzinger - Benedicto XVI y su libro «Jesús de Nazaret», el padre Raniero Cantalamessa recordó el apunte del rabino Jacob Neusner recogido en sus páginas, que coincide con cuanto decía san Ireneo sobre qué ha traído Jesús al mundo: «Ha traído toda novedad, trayéndose a sí mismo».
Y subrayó la imposibilidad «de separar al Jesús de la historia del Cristo de la fe».
Jesús «no sólo reivindicó para sí una autoridad divina, sino que también dio señales y garantías de ello: los milagros, su propia enseñanza (que no se agota en el sermón de la montaña), el cumplimiento de las profecías», «su muerte, su resurrección y la comunidad nacida de Él que realiza la universalidad de la salvación anunciada por los profetas», recalcó el predicador del Papa.
«La conclusión que la Carta a los Hebreos saca de la superioridad de Cristo sobre los profetas y sobre Moisés no es una conclusión triunfalista» --precisó--, «no insiste en la superioridad del cristianismo, sino en la mayor responsabilidad de los cristianos ante Dios», pues la «palabra promulgada» procede del Hijo de Dios.
Por eso el padre Cantalamessa señaló: «Deseamos exhortarnos mutuamente», «¡Velad!»; y es que «en esta vida estamos crónicamente expuestos a recaer en el sueño», en una «inercia espiritual», al efecto «narcotizante» de las cosas materiales.
Para «despertar» se cuenta con toda la ayuda de Dios, como demuestra la conversión de san Agustín que relató el predicador del Papa. «Tú me mandas que sea casto -oraba san Agustín--; pues bien: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras». Y Agustín pudo vivir en castidad.
Una experiencia que el predicador del Papa propuso dirigiéndose en particular a los jóvenes de la sociedad actual, quienes son empujados a someter la razón al instinto. Sin embargo lo que necesitan son «motivaciones válidas, no ciertamente a temer su cuerpo y el amor, sino a tener miedo de destruir uno y otro», advirtió.
«La vida espiritual no se reduce ciertamente sólo a la castidad y a la pureza», pero son un «arma de la luz», «una condición para que la luz de Cristo se difunda alrededor de nosotros y a través de nosotros», dijo ante el Papa y sus colaboradores.
«No sabe decir "sí" a los hermanos quien no sabe decir "no" a uno mismo», resumió.
«Ven, sé mi luz en el mundo», dijo Jesús a Teresa de Calcuta; una palabra que Él «dirige a cada uno de nosotros y que, con la ayuda de la Virgen Santísima y la intercesión de la beata de Calcuta, queremos recibir con amor y procurar poner en práctica este Adviento», concluyó.
Por Marta Lago
Predicador del Papa: «Juan el Bautista, "más que un profeta"»
Segunda predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap
CIUDAD DEL VATICANO, (ZENIT.org).- Publicamos la segunda predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.
Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); asisten también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.
La primera predicación se publicó en Zenit el pasado 7 de diciembre.
* * *
P. Raniero CantalamessaAdviento 2007 en la Casa Pontificia
Segunda PredicaciónJuan el Bautista, «más que un profeta»
La vez pasada, partiendo del texto de Hebreos, 1,1-3, intenté trazar la imagen de Jesús según resulta de su comparación con los profetas. Pero entre el tiempo de los profetas y el de Jesús existe una figura especial que hace de gozne entre los primeros y el segundo: Juan el Bautista. Nada mejor, en el Nuevo Testamento, para evidenciar la novedad de Cristo que la comparación con el Bautista.
El tema del cumplimiento, del cambio histórico, emerge nítido de los textos en los que Jesús mismo se expresa sobre su relación con el Precursor. Actualmente los estudiosos reconocen que los dichos que se leen al respecto en los evangelios no son invenciones o adaptaciones apologéticas de la comunidad posteriores a la Pascua, sino que se remontan en la sustancia al Jesús histórico. Algunos de ellos se vuelven, de hecho, inexplicables si se atribuyen a la comunidad cristiana posterior [1] .
Una reflexión sobre Jesús y el Bautista es también la mejor forma de estar en sintonía con la liturgia de Adviento. Las lecturas del Evangelio del segundo y del tercer domingo de Adviento tienen, de hecho, en el centro la figura y el mensaje del Precursor. Hay una progresión en Adviento: en la primera semana la voz sobresaliente es la del profeta Isaías, que anuncia al Mesías de lejos; en la segunda y tercera semana es la del Bautista, quien anuncia al Cristo presente; en la última semana el profeta y el Precursor dejan el sitio a la Madre, quien lo lleva en su seno.
En esta capilla tenemos ante nuestros ojos al Precursor en dos momentos. En el muro lateral le vemos en el acto de bautizar a Jesús, combado hacia él en señal de reconocimiento de su superioridad; en el muro del fondo, en la actitud de la Déesis típica de la iconografía bizantina.
1. El gran cambio
En texto más completo en el que Jesús se expresa sobre su relación con Juan el Bautista es el pasaje del Evangelio que la liturgia nos hará leer el próximo domingo en la Misa. Juan, desde la prisión, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,2-6; Lc 7,19-23).
La predicación del Maestro de Nazaret, a quien él mismo había bautizado y presentado a Israel, parece a Juan que va en una dirección distinta de la flamante que él se esperaba. Más que el juicio inminente de Dios, Él predica la misericordia presente, ofrecida a todos, justos y pecadores.
Lo más significativo de todo el texto es el elogio que Jesús hace del Bautista, tras haber respondido a su pregunta: «¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta [...]. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si queréis admitirlo, él es ese Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 11,11-15).
Una cosa se ve clara de estas palabras: entre la misión de Juan el Bautista y la de Jesús ha ocurrido algo decisivo, tal que constituye una divisoria entre dos épocas. El centro de gravedad de la historia se ha desplazado: lo más importante ya no está en un futuro más o menos inminente, sino que está «aquí y ahora», en el reino que está ya operante en la persona de Cristo. Entre las dos predicaciones ha sucedido un salto de calidad: el más pequeño del nuevo orden es superior al mayor del orden precedente.
Este tema del cumplimiento y del cambio de época encuentra confirmación en muchos otros contextos del Evangelio. Basta recordar algunas palabras de Jesús como: «¡Aquí hay algo más que Jonás! [...]. ¡Aquí hay algo más que Salomón!» (Mt 12, 41-42). «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver o que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Todas las llamadas «parábolas del Reino» --como la del tesoro escondido y la de la perla preciosa-- expresan, de manera cada vez distinta y nueva, la misma idea de fondo: con Jesús ha sonado la hora decisiva de la historia; ante Él se impone la decisión de la que depende la salvación.
Fue ésta la constatación que impulsó a los discípulos de Bultmann a separarse del maestro. Bultmann situaba a Jesús en el judaísmo, haciendo de Él una premisa del cristianismo, no un cristiano todavía; sin embargo el gran cambio lo atribuía a la fe de la comunidad post-pascual. Bornkamm y Conzelmann se dieron cuenta de la imposibilidad de esta tesis: «el cambio histórico» ocurre ya en la predicación de Jesús. Juan pertenece a las «premisas» y a la preparación, pero con Jesús estamos ya en el tiempo del cumplimiento.
En su libro «Jesús de Nazaret», el Santo Padre confirma esta conquista de la exégesis más seria y actualizada. Escribe: «Para que se llegara a ese choque radical, para que se recurriera a ese gesto extremo -la entrega a los romanos--, tenía que haber ocurrido o haberse dicho algo dramático. El elemento importante y estremecedor se sitúa precisamente al inicio; la Iglesia naciente tuvo que reconocerlo lentamente en toda su grandeza, aferrarlo poco a poco, acompañando y penetrando el recuerdo con la reflexión [...]. El elemento grande, nuevo y excitante proviene precisamente de Jesús; en la fe y en la vida de la comunidad es desplegado, pero no creado. Es más, la comunidad ni siquiera se habría formado ni habría sobrevivido si no hubiera estado precedida por una realidad extraordinaria» [2].
En la teología de Lucas es evidente que Jesús ocupa «el centro del tiempo». Con su venida Él dividió la historia en dos partes, creando un «antes» y un «después» absolutos. Hoy se está convirtiendo en práctica común, especialmente en la prensa laica, abandonar el modo tradicional de fechar los acontecimientos «antes de Cristo» o «después de Cristo» (ante Christum natum y post Christum natum) a favor de la fórmula más neutral «antes de la era común» y «de la era común». Es una opción motivada por el deseo de no irritar la sensibilidad de pueblos de otras religiones que utilizan la cronología cristiana. En tal sentido hay que respetarla, pero para los cristianos permanece indiscutible el papel «discriminante» de la venida de Cristo para la historia religiosa de la humanidad.
2. Él os bautizará en Espíritu Santo
Ahora, como siempre, partamos de la certeza exegética y teológica evidenciada para llegar al hoy de nuestra vida.
La comparación entre el Bautista y Jesús se cristaliza en el Nuevo Testamento en la comparación entre el bautismo de agua y el bautismo de Espíritu. «Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; Mt 3,11; Lc 3,16). «Yo no le conocía -dice el Bautista en el Evangelio de Juan--, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautizará con Espíritu Santo"» (Jn 1,33). Y Pedro, en la casa de Cornelio: «Me acordé de aquellas palabras que dijo el Señor: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo"» (Hch 11,16).
¿Qué quiere decir que Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo? La expresión no sólo sirve para distinguir el bautismo de Jesús del de Juan; sirve para distinguir toda la persona y obra de Cristo respecto a la del Precursor. En otras palabras, en toda su obra Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo. Bautizar aquí tiene un significado metafórico; quiere decir inundar, envolver por todas partes, como hace el agua con los cuerpos sumergidos en ella.
Jesús «bautiza en Espíritu Santo» en el sentido de que recibe y da el Espíritu «sin medida» (Jn 3, 34), «efunde» su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo. «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5), dice Jesús a los apóstoles refiriéndose evidentemente a Pentecostés, que tendría lugar en breve plazo.
La expresión «bautizar en el Espíritu» define por lo tanto la obra esencial del Mesías, que ya en los profetas del Antiguo Testamento aparece orientada a regenerar a la humanidad mediante una gran y universal efusión del Espíritu de Dios (Jl 3,1 ss.). Aplicando todo ello a la vida y al tiempo de la Iglesia debemos concluir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en el sacramento del bautismo, sino, de manera distinta, también en otros momentos: en la Eucaristía, en la escucha de la Palabra y, en general, en todos los medios de gracia.
Santo Tomás de Aquino escribe: «Existe una misión invisible del Espíritu cada vez que se realiza un progreso en la virtud o un aumento de gracia...; cuando alguno pasa a una nueva actividad o a un nuevo estado de gracia» [3]. La propia liturgia de la Iglesia lo inculca. Todas sus oraciones y sus himnos al Espíritu Santo comienzan con el grito: «¡Ven!»: «Ven, Espíritu Creador», «Ven, Espíritu Santo». Con todo, quien así reza ya ha recibió una vez el Espíritu. Quiere decir que el Espíritu es algo que hemos recibido y que debemos recibir siempre de nuevo.
3. El bautismo en el Espíritu
En este contexto hay que aludir al llamado «bautismo en el Espíritu» que desde hace un siglo se ha convertido en experiencia viva para millones de creyentes de casi todas las denominaciones cristianas. Se trata de un rito hecho de gestos de gran sencillez, acompañados de disposiciones de arrepentimiento y de fe en la promesa de Cristo: «El Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida».
Es una renovación y una reactivación, no sólo del bautismo y de la confirmación, sino de todos los eventos de gracia del propio estado: ordenación sacerdotal, profesión religiosa, matrimonio. El interesado se prepara a ello --además de hacerlo con una buena confesión-- a través de encuentros de catequesis en los que se pone de nuevo en contacto vivo y gozoso con las principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos del Espíritu Santo. Todo en un clima caracterizado de profunda comunión fraterna.
A veces, en cambio, ocurre espontáneamente, fuera de todo esquema; es como si se fuera «sorprendido» por el Espíritu. Un hombre dio este testimonio: «Estaba en el avión leyendo el último capítulo de un libro sobre el Espíritu Santo. En cierto momento fue como si el Espíritu Santo saliera de las páginas del libro y entrara en mi cuerpo. Como arroyos, empezaron a brotar lágrimas de mis ojos. Comencé a orar. Estaba vencido por una fuerza muy por encima de mí» [4].
El efecto más común de esta gracia es que el Espíritu Santo, de ser un objeto de fe intelectual, más o menos abstracto, se convierte en un hecho de experiencia. Karl Rahner escribió: «No podemos contestar que el hombre tenga aquí [en la tierra. Ndr] experiencias de gracia que le dan un sentido de liberación, le abren horizontes completamente nuevos, se imprimen profundamente en él, le transforman, plasmando, hasta por largo tiempo, su actitud cristiana más íntima. Nada impide llamar a tales experiencias bautismo del Espíritu» [5].
A través de lo que se denomina, precisamente, «bautismo del Espíritu», se tiene experiencia de la unción del Espíritu Santo en la oración, de su poder en el ministerio pastoral, de su consolación en la prueba, de su guía en las elecciones. Antes aún que en la manifestación de los carismas, es así como se le percibe: como Espíritu que transforma interiormente, da el gusto de la alabanza de Dios, abre la mente a la compresión de las Escrituras, enseña a proclamar Jesús «Señor» y da el valor de asumir tareas nuevas y difíciles, en el servicio de Dios y del prójimo.
Este año se celebra el cuadragésimo aniversario del retiro a partir del cual empezó, en 1967, la Renovación carismática en la Iglesia católica, que se estima que llegó en pocos años a no menos de ochenta millones de católicos. He aquí como describía los efectos del bautismo del Espíritu sobre sí misma y sobre el grupo una de las personas que estaban presentes en aquel primer retiro:
«Nuestra fe se ha hecho más viva; nuestro creer se ha convertido en una especie de conocimiento. De repente, lo sobrenatural se ha hecho más real que lo natural. En una palabra, Jesús es un ser vivo para nosotros... La oración y los sacramentos han llegado a ser realmente nuestro pan de cada día, dejando de ser unas genéricas "prácticas piadosas". Un amor por las Escrituras que nunca me hubiera imaginado, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza de dar testimonio más allá de toda expectativa: todo esto ha llegado a formar parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo del Espíritu no nos ha proporcionado una especial emoción externa, pero nuestra vida se ha llenado de serenidad, confianza, alegría y paz... Hemos cantado el Veni creator Spiritus antes de cada reunión, tomando en serio lo que decíamos, y no nos hemos visto defraudados... También hemos sido inundados de carismas, y todo esto nos sitúa en una perfecta atmósfera ecuménica» [6].
Todos vemos con claridad que éstas son precisamente las cosas que más necesita hoy la Iglesia para anunciar el Evangelio a un mundo reacio a la fe y a lo sobrenatural. No es que todos estén llamados a experimentar la gracia de un nuevo Pentecostés de esta forma. Pero todos estamos llamados a no permanecer fuera de esta «corriente de gracia» que atraviesa la Iglesia del post Concilio. Juan XXIII habló, en su tiempo, de un «nuevo Pentecostés»; Pablo VI fue más allá y habló de un «perenne Pentecostés», de un Pentecostés continuo. Vale la pena volver a oír las palabras que pronunció en una audiencia general:
«Nos hemos preguntado más de una vez... cuál es la necesidad, primera y última, que advertimos para esta nuestra bendita y amada Iglesia. Tenemos que decirlo casi temblando y suplicando, ya que, como sabéis, se trata de su misterio y de su vida: el Espíritu, el Espíritu Santo, el animador y santificador de la Iglesia, su respiración divina, el viento que sopla en sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y fuerza, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas y cantos, su paz y su gozo, su prenda y preludio de vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés: necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada... La Iglesia necesita recuperar el anhelo, el gusto y la certeza de su verdad» [7].
El filósofo Heidegger concluía su análisis de la sociedad con la voz de alarma: «Sólo un dios nos puede salvar». Este Dios que nos puede salvar, y que nos salvará, los cristianos lo conocemos: ¡es el Espíritu Santo! Actualmente se extiende la moda de la llamada aromaterapia. Consiste en la utilización de aceites esenciales que emanan perfume para mantener la salud o como terapia de algunos trastornos. Internet está lleno de reclamos de aromaterapia. No se contenta prometiendo con ellos bienestar físico como la cura del estrés; existen también «perfumes del alma», por ejemplo el perfume para obtener «la paz interior».
Los médicos invitan a desconfiar de esta práctica, que no está científicamente comprobada y, más aún, tiene en algunos casos contraindicaciones. Pero lo que quiero decir es que existe una aromaterapia segura, infalible, que carece de contraindicaciones: la que está hecha con el aroma especial, ¡con el «sagrado crisma del alma» que es el Espíritu Santo! San Ignacio de Antioquia escribió: «El Señor ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron) para exhalar sobre la Iglesia la incorruptibilidad» [8]. Sólo si recibimos este «aroma» podremos ser, a nuestra vez, «el buen olor de Cristo» en el mundo (2 Co 2, 15).
El Espíritu Santo es especialista sobre todo en las enfermedades del matrimonio y de la familia, que son los grandes enfermos de hoy. El matrimonio consiste en darse el uno al otro, es el sacramento de hacerse don. El Espíritu Santo es el don hecho persona; es la donación del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Donde llega Él renace la capacidad de hacerse don y con ella la alegría y la belleza de los esposos de vivir juntos. El amor de Dios que Él «derrama en nuestros corazones» reaviva toda expresión de amor, y en primer lugar el amor conyugal. El Espíritu Santo puede hacer verdaderamente de la familia «la principal agencia de paz», como la define el Santo Padre en el Mensaje para la próxima Jornada Mundial de la Paz.
Son numerosos los ejemplos de matrimonios muertos que han resucitado a una vida nueva por la acción del Espíritu. He recogido justo en estos días el conmovedor testimonio de una pareja que tengo intención de dar a conocer en la cita de mi programa de televisión sobre el Evangelio por la fiesta del Bautismo de Jesús...
El Espíritu reaviva, naturalmente, también la vida de los consagrados, que consiste en hacer de la propia vida un don y una oblación «de suave aroma» a Dios por los hermanos (Ef 5,2).
4. La nueva profecía de Juan el Bautista
Volviendo a Juan el Bautista, él nos puede iluminar sobre cómo llevar a cabo nuestra tarea profética en el mundo de hoy. Jesús define a Juan el Bautista como «más que un profeta», pero ¿dónde está la profecía en su caso? Los profetas anunciaban una salvación futura; pero el Precursor no es alguien que anuncia una salvación futura; él indica a uno que está presente. Entonces, ¿en qué sentido se puede llamar profeta? Isaías, Jeremías, Ezequiel ayudaban al pueblo a superar la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a superar la barrera, aún más gruesa, de las apariencias contrarias, del escándalo, de la banalidad y la pobreza con que la hora fatídica se manifiesta.
Es fácil creer en algo grandioso, divino, cuando se plantea en un futuro indefinido: «en aquellos días», «en los últimos días», en un marco cósmico, con los cielos destilando dulzura y la tierra abriéndose para que germine el Salvador. Es más difícil cuando se debe decir: «¡Helo aquí! ¡Está aquí! ¡Es Él!».
Con las palabras: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!» (Jn 1,26), Juan el Bautista inauguró la nueva profecía, la del tiempo de la Iglesia, que no consiste en anunciar una salvación futura y lejana, sino en revelar la presencia escondida de Cristo en el mundo. En arrancar el velo de los ojos de la gente, sacudirle la indiferencia, repitiendo con Isaías: «Existe algo nuevo: ya está en marcha; ¿no lo reconocéis?» (Is 43,19).
Es verdad que han pasado veinte siglos y que sabemos, sobre Jesús, mucho más que Juan. Pero el escándalo no ha desaparecido. En tiempos de Juan el escándalo derivaba del cuerpo físico de Jesús, de su carne tan similar a la nuestra, excepto en el pecado. También hoy es su cuerpo, su carne, la que crea dificultades y escandaliza: su cuerpo místico, tan parecido al resto de la humanidad, sin excluir, lamentablemente, ni siquiera el pecado.
«El testimonio de Jesús -se lee en el Apocalipsis-- es el espíritu de profecía» (Ap 19,10), esto es, para dar testimonio de Jesús se requiere espíritu de profecía. ¿Existe este espíritu de profecía en la Iglesia? ¿Se cultiva? ¿Se alienta? ¿O se cree, tácitamente, que se puede prescindir de él, apuntando más hacia medios y recursos humanos?
Juan el Bautista nos enseña que para ser profetas no se necesita una gran doctrina o elocuencia. Él no es un gran teólogo; tiene una cristología bastante pobre y rudimentaria. No conoce todavía los títulos más elevados de Jesús: Hijo de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del hombre. Pero ¡cómo logra hacer oír la grandeza y unicidad de Cristo! Usa imágenes sencillísimas, de campesino: «No soy digno de desatar las correas de sus sandalias». El mundo y la humanidad aparecen, por sus palabras, dentro de un tamiz que Él, el Mesías, sostiene y agita con sus manos. Ante Él se decida quién permanece y quién cae, quién es grano bueno y quién paja que se lleva el viento.
En 1992 se celebró un retiro sacerdotal en Monterrey, México, con ocasión de los 500 años de la primera evangelización de América Latina. Estaban presentes 1.700 sacerdotes y unos sesenta obispos. Durante la homilía de la Misa conclusiva hablé de la necesidad urgente que la Iglesia tiene de profecía. Después de la comunión se oró por un nuevo Pentecostés en pequeños grupos distribuidos por la gran basílica. Me había quedado en el presbiterio. En cierto momento un joven sacerdote se acercó en silencio, se me arrodilló delante y con una mirada que jamás olvidaré dijo: «Bendígame, padre; ¡quiero ser profeta de Dios!». Me estremecí porque veía que evidentemente le movía la gracia.
Con humildad podríamos hacer nuestro el deseo de aquel sacerdote: «Quiero ser un profeta para Dios». Pequeño, desconocido de todos, no importa; pero uno que, como decía Pablo VI, tenga «fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada».
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Predicador del Papa: «Alegres en la esperanza»
Tercera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 21 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera y última predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.
Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); han asistido también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.
Las predicaciones anteriores se publicaron íntegramente en Zenit el 7 y el 14 de diciembre.
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Del adecuado discernimiento de la persona de Jesús --«el Hijo de Dios venido a este mundo»-- a la exhortación del propio Cristo a que seamos su luz entre los hombres: fue el itinerario que siguió el padre Raniero Cantalamessa OFM Cap. en la primera predicación de Adviento a los colaboradores del obispo de Roma en la Curia romana, partiendo de la carta de san Pablo a los Hebreos: «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-3).
«Síntesis grandiosa de toda la historia de la salvación», el texto paulino evidencia la sucesión del «tiempo en que Dios hablaba por medio de los profetas» a aquél «en que Dios habla por medio de su Hijo»; de hablar «por persona intermedia» a hacerlo «en persona», porque el Hijo es «de la misma sustancia del Padre», apuntó el padre Cantalamessa.
Dentro de la Iglesia o fuera de ella --como es el caso de determinadas tendencias de investigación histórica-- la cuestión es: ¿para mí Jesús es «uno de los profetas» o es el «Hijo del Dios vivo»?, planteó.
De la mano de Joseph Ratzinger - Benedicto XVI y su libro «Jesús de Nazaret», el padre Raniero Cantalamessa recordó el apunte del rabino Jacob Neusner recogido en sus páginas, que coincide con cuanto decía san Ireneo sobre qué ha traído Jesús al mundo: «Ha traído toda novedad, trayéndose a sí mismo».
Y subrayó la imposibilidad «de separar al Jesús de la historia del Cristo de la fe».
Jesús «no sólo reivindicó para sí una autoridad divina, sino que también dio señales y garantías de ello: los milagros, su propia enseñanza (que no se agota en el sermón de la montaña), el cumplimiento de las profecías», «su muerte, su resurrección y la comunidad nacida de Él que realiza la universalidad de la salvación anunciada por los profetas», recalcó el predicador del Papa.
«La conclusión que la Carta a los Hebreos saca de la superioridad de Cristo sobre los profetas y sobre Moisés no es una conclusión triunfalista» --precisó--, «no insiste en la superioridad del cristianismo, sino en la mayor responsabilidad de los cristianos ante Dios», pues la «palabra promulgada» procede del Hijo de Dios.
Por eso el padre Cantalamessa señaló: «Deseamos exhortarnos mutuamente», «¡Velad!»; y es que «en esta vida estamos crónicamente expuestos a recaer en el sueño», en una «inercia espiritual», al efecto «narcotizante» de las cosas materiales.
Para «despertar» se cuenta con toda la ayuda de Dios, como demuestra la conversión de san Agustín que relató el predicador del Papa. «Tú me mandas que sea casto -oraba san Agustín--; pues bien: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras». Y Agustín pudo vivir en castidad.
Una experiencia que el predicador del Papa propuso dirigiéndose en particular a los jóvenes de la sociedad actual, quienes son empujados a someter la razón al instinto. Sin embargo lo que necesitan son «motivaciones válidas, no ciertamente a temer su cuerpo y el amor, sino a tener miedo de destruir uno y otro», advirtió.
«La vida espiritual no se reduce ciertamente sólo a la castidad y a la pureza», pero son un «arma de la luz», «una condición para que la luz de Cristo se difunda alrededor de nosotros y a través de nosotros», dijo ante el Papa y sus colaboradores.
«No sabe decir "sí" a los hermanos quien no sabe decir "no" a uno mismo», resumió.
«Ven, sé mi luz en el mundo», dijo Jesús a Teresa de Calcuta; una palabra que Él «dirige a cada uno de nosotros y que, con la ayuda de la Virgen Santísima y la intercesión de la beata de Calcuta, queremos recibir con amor y procurar poner en práctica este Adviento», concluyó.
Por Marta Lago
Predicador del Papa: «Juan el Bautista, "más que un profeta"»
Segunda predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap
CIUDAD DEL VATICANO, (ZENIT.org).- Publicamos la segunda predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.
Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); asisten también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.
La primera predicación se publicó en Zenit el pasado 7 de diciembre.
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P. Raniero CantalamessaAdviento 2007 en la Casa Pontificia
Segunda PredicaciónJuan el Bautista, «más que un profeta»
La vez pasada, partiendo del texto de Hebreos, 1,1-3, intenté trazar la imagen de Jesús según resulta de su comparación con los profetas. Pero entre el tiempo de los profetas y el de Jesús existe una figura especial que hace de gozne entre los primeros y el segundo: Juan el Bautista. Nada mejor, en el Nuevo Testamento, para evidenciar la novedad de Cristo que la comparación con el Bautista.
El tema del cumplimiento, del cambio histórico, emerge nítido de los textos en los que Jesús mismo se expresa sobre su relación con el Precursor. Actualmente los estudiosos reconocen que los dichos que se leen al respecto en los evangelios no son invenciones o adaptaciones apologéticas de la comunidad posteriores a la Pascua, sino que se remontan en la sustancia al Jesús histórico. Algunos de ellos se vuelven, de hecho, inexplicables si se atribuyen a la comunidad cristiana posterior [1] .
Una reflexión sobre Jesús y el Bautista es también la mejor forma de estar en sintonía con la liturgia de Adviento. Las lecturas del Evangelio del segundo y del tercer domingo de Adviento tienen, de hecho, en el centro la figura y el mensaje del Precursor. Hay una progresión en Adviento: en la primera semana la voz sobresaliente es la del profeta Isaías, que anuncia al Mesías de lejos; en la segunda y tercera semana es la del Bautista, quien anuncia al Cristo presente; en la última semana el profeta y el Precursor dejan el sitio a la Madre, quien lo lleva en su seno.
En esta capilla tenemos ante nuestros ojos al Precursor en dos momentos. En el muro lateral le vemos en el acto de bautizar a Jesús, combado hacia él en señal de reconocimiento de su superioridad; en el muro del fondo, en la actitud de la Déesis típica de la iconografía bizantina.
1. El gran cambio
En texto más completo en el que Jesús se expresa sobre su relación con Juan el Bautista es el pasaje del Evangelio que la liturgia nos hará leer el próximo domingo en la Misa. Juan, desde la prisión, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,2-6; Lc 7,19-23).
La predicación del Maestro de Nazaret, a quien él mismo había bautizado y presentado a Israel, parece a Juan que va en una dirección distinta de la flamante que él se esperaba. Más que el juicio inminente de Dios, Él predica la misericordia presente, ofrecida a todos, justos y pecadores.
Lo más significativo de todo el texto es el elogio que Jesús hace del Bautista, tras haber respondido a su pregunta: «¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta [...]. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si queréis admitirlo, él es ese Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 11,11-15).
Una cosa se ve clara de estas palabras: entre la misión de Juan el Bautista y la de Jesús ha ocurrido algo decisivo, tal que constituye una divisoria entre dos épocas. El centro de gravedad de la historia se ha desplazado: lo más importante ya no está en un futuro más o menos inminente, sino que está «aquí y ahora», en el reino que está ya operante en la persona de Cristo. Entre las dos predicaciones ha sucedido un salto de calidad: el más pequeño del nuevo orden es superior al mayor del orden precedente.
Este tema del cumplimiento y del cambio de época encuentra confirmación en muchos otros contextos del Evangelio. Basta recordar algunas palabras de Jesús como: «¡Aquí hay algo más que Jonás! [...]. ¡Aquí hay algo más que Salomón!» (Mt 12, 41-42). «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver o que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Todas las llamadas «parábolas del Reino» --como la del tesoro escondido y la de la perla preciosa-- expresan, de manera cada vez distinta y nueva, la misma idea de fondo: con Jesús ha sonado la hora decisiva de la historia; ante Él se impone la decisión de la que depende la salvación.
Fue ésta la constatación que impulsó a los discípulos de Bultmann a separarse del maestro. Bultmann situaba a Jesús en el judaísmo, haciendo de Él una premisa del cristianismo, no un cristiano todavía; sin embargo el gran cambio lo atribuía a la fe de la comunidad post-pascual. Bornkamm y Conzelmann se dieron cuenta de la imposibilidad de esta tesis: «el cambio histórico» ocurre ya en la predicación de Jesús. Juan pertenece a las «premisas» y a la preparación, pero con Jesús estamos ya en el tiempo del cumplimiento.
En su libro «Jesús de Nazaret», el Santo Padre confirma esta conquista de la exégesis más seria y actualizada. Escribe: «Para que se llegara a ese choque radical, para que se recurriera a ese gesto extremo -la entrega a los romanos--, tenía que haber ocurrido o haberse dicho algo dramático. El elemento importante y estremecedor se sitúa precisamente al inicio; la Iglesia naciente tuvo que reconocerlo lentamente en toda su grandeza, aferrarlo poco a poco, acompañando y penetrando el recuerdo con la reflexión [...]. El elemento grande, nuevo y excitante proviene precisamente de Jesús; en la fe y en la vida de la comunidad es desplegado, pero no creado. Es más, la comunidad ni siquiera se habría formado ni habría sobrevivido si no hubiera estado precedida por una realidad extraordinaria» [2].
En la teología de Lucas es evidente que Jesús ocupa «el centro del tiempo». Con su venida Él dividió la historia en dos partes, creando un «antes» y un «después» absolutos. Hoy se está convirtiendo en práctica común, especialmente en la prensa laica, abandonar el modo tradicional de fechar los acontecimientos «antes de Cristo» o «después de Cristo» (ante Christum natum y post Christum natum) a favor de la fórmula más neutral «antes de la era común» y «de la era común». Es una opción motivada por el deseo de no irritar la sensibilidad de pueblos de otras religiones que utilizan la cronología cristiana. En tal sentido hay que respetarla, pero para los cristianos permanece indiscutible el papel «discriminante» de la venida de Cristo para la historia religiosa de la humanidad.
2. Él os bautizará en Espíritu Santo
Ahora, como siempre, partamos de la certeza exegética y teológica evidenciada para llegar al hoy de nuestra vida.
La comparación entre el Bautista y Jesús se cristaliza en el Nuevo Testamento en la comparación entre el bautismo de agua y el bautismo de Espíritu. «Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; Mt 3,11; Lc 3,16). «Yo no le conocía -dice el Bautista en el Evangelio de Juan--, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautizará con Espíritu Santo"» (Jn 1,33). Y Pedro, en la casa de Cornelio: «Me acordé de aquellas palabras que dijo el Señor: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo"» (Hch 11,16).
¿Qué quiere decir que Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo? La expresión no sólo sirve para distinguir el bautismo de Jesús del de Juan; sirve para distinguir toda la persona y obra de Cristo respecto a la del Precursor. En otras palabras, en toda su obra Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo. Bautizar aquí tiene un significado metafórico; quiere decir inundar, envolver por todas partes, como hace el agua con los cuerpos sumergidos en ella.
Jesús «bautiza en Espíritu Santo» en el sentido de que recibe y da el Espíritu «sin medida» (Jn 3, 34), «efunde» su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo. «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5), dice Jesús a los apóstoles refiriéndose evidentemente a Pentecostés, que tendría lugar en breve plazo.
La expresión «bautizar en el Espíritu» define por lo tanto la obra esencial del Mesías, que ya en los profetas del Antiguo Testamento aparece orientada a regenerar a la humanidad mediante una gran y universal efusión del Espíritu de Dios (Jl 3,1 ss.). Aplicando todo ello a la vida y al tiempo de la Iglesia debemos concluir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en el sacramento del bautismo, sino, de manera distinta, también en otros momentos: en la Eucaristía, en la escucha de la Palabra y, en general, en todos los medios de gracia.
Santo Tomás de Aquino escribe: «Existe una misión invisible del Espíritu cada vez que se realiza un progreso en la virtud o un aumento de gracia...; cuando alguno pasa a una nueva actividad o a un nuevo estado de gracia» [3]. La propia liturgia de la Iglesia lo inculca. Todas sus oraciones y sus himnos al Espíritu Santo comienzan con el grito: «¡Ven!»: «Ven, Espíritu Creador», «Ven, Espíritu Santo». Con todo, quien así reza ya ha recibió una vez el Espíritu. Quiere decir que el Espíritu es algo que hemos recibido y que debemos recibir siempre de nuevo.
3. El bautismo en el Espíritu
En este contexto hay que aludir al llamado «bautismo en el Espíritu» que desde hace un siglo se ha convertido en experiencia viva para millones de creyentes de casi todas las denominaciones cristianas. Se trata de un rito hecho de gestos de gran sencillez, acompañados de disposiciones de arrepentimiento y de fe en la promesa de Cristo: «El Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida».
Es una renovación y una reactivación, no sólo del bautismo y de la confirmación, sino de todos los eventos de gracia del propio estado: ordenación sacerdotal, profesión religiosa, matrimonio. El interesado se prepara a ello --además de hacerlo con una buena confesión-- a través de encuentros de catequesis en los que se pone de nuevo en contacto vivo y gozoso con las principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos del Espíritu Santo. Todo en un clima caracterizado de profunda comunión fraterna.
A veces, en cambio, ocurre espontáneamente, fuera de todo esquema; es como si se fuera «sorprendido» por el Espíritu. Un hombre dio este testimonio: «Estaba en el avión leyendo el último capítulo de un libro sobre el Espíritu Santo. En cierto momento fue como si el Espíritu Santo saliera de las páginas del libro y entrara en mi cuerpo. Como arroyos, empezaron a brotar lágrimas de mis ojos. Comencé a orar. Estaba vencido por una fuerza muy por encima de mí» [4].
El efecto más común de esta gracia es que el Espíritu Santo, de ser un objeto de fe intelectual, más o menos abstracto, se convierte en un hecho de experiencia. Karl Rahner escribió: «No podemos contestar que el hombre tenga aquí [en la tierra. Ndr] experiencias de gracia que le dan un sentido de liberación, le abren horizontes completamente nuevos, se imprimen profundamente en él, le transforman, plasmando, hasta por largo tiempo, su actitud cristiana más íntima. Nada impide llamar a tales experiencias bautismo del Espíritu» [5].
A través de lo que se denomina, precisamente, «bautismo del Espíritu», se tiene experiencia de la unción del Espíritu Santo en la oración, de su poder en el ministerio pastoral, de su consolación en la prueba, de su guía en las elecciones. Antes aún que en la manifestación de los carismas, es así como se le percibe: como Espíritu que transforma interiormente, da el gusto de la alabanza de Dios, abre la mente a la compresión de las Escrituras, enseña a proclamar Jesús «Señor» y da el valor de asumir tareas nuevas y difíciles, en el servicio de Dios y del prójimo.
Este año se celebra el cuadragésimo aniversario del retiro a partir del cual empezó, en 1967, la Renovación carismática en la Iglesia católica, que se estima que llegó en pocos años a no menos de ochenta millones de católicos. He aquí como describía los efectos del bautismo del Espíritu sobre sí misma y sobre el grupo una de las personas que estaban presentes en aquel primer retiro:
«Nuestra fe se ha hecho más viva; nuestro creer se ha convertido en una especie de conocimiento. De repente, lo sobrenatural se ha hecho más real que lo natural. En una palabra, Jesús es un ser vivo para nosotros... La oración y los sacramentos han llegado a ser realmente nuestro pan de cada día, dejando de ser unas genéricas "prácticas piadosas". Un amor por las Escrituras que nunca me hubiera imaginado, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza de dar testimonio más allá de toda expectativa: todo esto ha llegado a formar parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo del Espíritu no nos ha proporcionado una especial emoción externa, pero nuestra vida se ha llenado de serenidad, confianza, alegría y paz... Hemos cantado el Veni creator Spiritus antes de cada reunión, tomando en serio lo que decíamos, y no nos hemos visto defraudados... También hemos sido inundados de carismas, y todo esto nos sitúa en una perfecta atmósfera ecuménica» [6].
Todos vemos con claridad que éstas son precisamente las cosas que más necesita hoy la Iglesia para anunciar el Evangelio a un mundo reacio a la fe y a lo sobrenatural. No es que todos estén llamados a experimentar la gracia de un nuevo Pentecostés de esta forma. Pero todos estamos llamados a no permanecer fuera de esta «corriente de gracia» que atraviesa la Iglesia del post Concilio. Juan XXIII habló, en su tiempo, de un «nuevo Pentecostés»; Pablo VI fue más allá y habló de un «perenne Pentecostés», de un Pentecostés continuo. Vale la pena volver a oír las palabras que pronunció en una audiencia general:
«Nos hemos preguntado más de una vez... cuál es la necesidad, primera y última, que advertimos para esta nuestra bendita y amada Iglesia. Tenemos que decirlo casi temblando y suplicando, ya que, como sabéis, se trata de su misterio y de su vida: el Espíritu, el Espíritu Santo, el animador y santificador de la Iglesia, su respiración divina, el viento que sopla en sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y fuerza, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas y cantos, su paz y su gozo, su prenda y preludio de vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés: necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada... La Iglesia necesita recuperar el anhelo, el gusto y la certeza de su verdad» [7].
El filósofo Heidegger concluía su análisis de la sociedad con la voz de alarma: «Sólo un dios nos puede salvar». Este Dios que nos puede salvar, y que nos salvará, los cristianos lo conocemos: ¡es el Espíritu Santo! Actualmente se extiende la moda de la llamada aromaterapia. Consiste en la utilización de aceites esenciales que emanan perfume para mantener la salud o como terapia de algunos trastornos. Internet está lleno de reclamos de aromaterapia. No se contenta prometiendo con ellos bienestar físico como la cura del estrés; existen también «perfumes del alma», por ejemplo el perfume para obtener «la paz interior».
Los médicos invitan a desconfiar de esta práctica, que no está científicamente comprobada y, más aún, tiene en algunos casos contraindicaciones. Pero lo que quiero decir es que existe una aromaterapia segura, infalible, que carece de contraindicaciones: la que está hecha con el aroma especial, ¡con el «sagrado crisma del alma» que es el Espíritu Santo! San Ignacio de Antioquia escribió: «El Señor ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron) para exhalar sobre la Iglesia la incorruptibilidad» [8]. Sólo si recibimos este «aroma» podremos ser, a nuestra vez, «el buen olor de Cristo» en el mundo (2 Co 2, 15).
El Espíritu Santo es especialista sobre todo en las enfermedades del matrimonio y de la familia, que son los grandes enfermos de hoy. El matrimonio consiste en darse el uno al otro, es el sacramento de hacerse don. El Espíritu Santo es el don hecho persona; es la donación del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Donde llega Él renace la capacidad de hacerse don y con ella la alegría y la belleza de los esposos de vivir juntos. El amor de Dios que Él «derrama en nuestros corazones» reaviva toda expresión de amor, y en primer lugar el amor conyugal. El Espíritu Santo puede hacer verdaderamente de la familia «la principal agencia de paz», como la define el Santo Padre en el Mensaje para la próxima Jornada Mundial de la Paz.
Son numerosos los ejemplos de matrimonios muertos que han resucitado a una vida nueva por la acción del Espíritu. He recogido justo en estos días el conmovedor testimonio de una pareja que tengo intención de dar a conocer en la cita de mi programa de televisión sobre el Evangelio por la fiesta del Bautismo de Jesús...
El Espíritu reaviva, naturalmente, también la vida de los consagrados, que consiste en hacer de la propia vida un don y una oblación «de suave aroma» a Dios por los hermanos (Ef 5,2).
4. La nueva profecía de Juan el Bautista
Volviendo a Juan el Bautista, él nos puede iluminar sobre cómo llevar a cabo nuestra tarea profética en el mundo de hoy. Jesús define a Juan el Bautista como «más que un profeta», pero ¿dónde está la profecía en su caso? Los profetas anunciaban una salvación futura; pero el Precursor no es alguien que anuncia una salvación futura; él indica a uno que está presente. Entonces, ¿en qué sentido se puede llamar profeta? Isaías, Jeremías, Ezequiel ayudaban al pueblo a superar la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a superar la barrera, aún más gruesa, de las apariencias contrarias, del escándalo, de la banalidad y la pobreza con que la hora fatídica se manifiesta.
Es fácil creer en algo grandioso, divino, cuando se plantea en un futuro indefinido: «en aquellos días», «en los últimos días», en un marco cósmico, con los cielos destilando dulzura y la tierra abriéndose para que germine el Salvador. Es más difícil cuando se debe decir: «¡Helo aquí! ¡Está aquí! ¡Es Él!».
Con las palabras: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!» (Jn 1,26), Juan el Bautista inauguró la nueva profecía, la del tiempo de la Iglesia, que no consiste en anunciar una salvación futura y lejana, sino en revelar la presencia escondida de Cristo en el mundo. En arrancar el velo de los ojos de la gente, sacudirle la indiferencia, repitiendo con Isaías: «Existe algo nuevo: ya está en marcha; ¿no lo reconocéis?» (Is 43,19).
Es verdad que han pasado veinte siglos y que sabemos, sobre Jesús, mucho más que Juan. Pero el escándalo no ha desaparecido. En tiempos de Juan el escándalo derivaba del cuerpo físico de Jesús, de su carne tan similar a la nuestra, excepto en el pecado. También hoy es su cuerpo, su carne, la que crea dificultades y escandaliza: su cuerpo místico, tan parecido al resto de la humanidad, sin excluir, lamentablemente, ni siquiera el pecado.
«El testimonio de Jesús -se lee en el Apocalipsis-- es el espíritu de profecía» (Ap 19,10), esto es, para dar testimonio de Jesús se requiere espíritu de profecía. ¿Existe este espíritu de profecía en la Iglesia? ¿Se cultiva? ¿Se alienta? ¿O se cree, tácitamente, que se puede prescindir de él, apuntando más hacia medios y recursos humanos?
Juan el Bautista nos enseña que para ser profetas no se necesita una gran doctrina o elocuencia. Él no es un gran teólogo; tiene una cristología bastante pobre y rudimentaria. No conoce todavía los títulos más elevados de Jesús: Hijo de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del hombre. Pero ¡cómo logra hacer oír la grandeza y unicidad de Cristo! Usa imágenes sencillísimas, de campesino: «No soy digno de desatar las correas de sus sandalias». El mundo y la humanidad aparecen, por sus palabras, dentro de un tamiz que Él, el Mesías, sostiene y agita con sus manos. Ante Él se decida quién permanece y quién cae, quién es grano bueno y quién paja que se lleva el viento.
En 1992 se celebró un retiro sacerdotal en Monterrey, México, con ocasión de los 500 años de la primera evangelización de América Latina. Estaban presentes 1.700 sacerdotes y unos sesenta obispos. Durante la homilía de la Misa conclusiva hablé de la necesidad urgente que la Iglesia tiene de profecía. Después de la comunión se oró por un nuevo Pentecostés en pequeños grupos distribuidos por la gran basílica. Me había quedado en el presbiterio. En cierto momento un joven sacerdote se acercó en silencio, se me arrodilló delante y con una mirada que jamás olvidaré dijo: «Bendígame, padre; ¡quiero ser profeta de Dios!». Me estremecí porque veía que evidentemente le movía la gracia.
Con humildad podríamos hacer nuestro el deseo de aquel sacerdote: «Quiero ser un profeta para Dios». Pequeño, desconocido de todos, no importa; pero uno que, como decía Pablo VI, tenga «fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada».
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Predicador del Papa: «Alegres en la esperanza»
Tercera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 21 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera y última predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.
Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); han asistido también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.
Las predicaciones anteriores se publicaron íntegramente en Zenit el 7 y el 14 de diciembre.
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P. Raniero Cantalamessa
Tercera Predicación de Adviento a la Casa Pontificia . Spe gaudentes, alegres en la esperanza
Tercera Predicación de Adviento a la Casa Pontificia . Spe gaudentes, alegres en la esperanza
1. Jesús, el Hijo
En esta tercera y última meditación, dejando ya a los profetas y a Juan el Bautista, nos concentramos exclusivamente en el punto de llegada de todo: el «Hijo». Desde esta perspectiva, el texto de Hebreos evoca de cerca la parábola de los viñadores infieles. También ahí, Dios envía primero a siervos; después, «por último», envía al Hijo diciendo: «A mi Hijo le respetarán» (Mt 21, 33-41).
En un capítulo del libro sobre Jesús de Nazaret, el Papa ilustra la diferencia fundamental entre el título «Hijo de Dios» y el de «Hijo» sin más añadidos. El sencillo título de «Hijo», al contrario de cuanto se podría pensar, es mucho más rico de significado que «Hijo de Dios». Este último llega a Jesús tras una larga hilera de atribuciones: así había sido definido el pueblo de Israel y, singularmente, su rey; así se hacían llamar los faraones y los soberanos orientales, y de tal forma se proclamará el emperador romano. De por sí, no habría sido suficiente por eso para distinguir a la persona de Cristo de cualquier otro «hijo de Dios»
Es distinto el caso del título de «Hijo», sin otro añadido. Aparece en los evangelios como exclusivo de Cristo y es con él que Jesús expresará su identidad profunda. Después de los evangelios es precisamente la Carta a los Hebreos la que testimonia con más fuerza este uso absoluto del título «el Hijo»; está presente allí cinco veces.
El texto más significativo en el que Jesús se define a sí mismo «el Hijo» es Mateo 11, 27: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». La frase, explican los exégetas, tiene un claro origen arameo y demuestra que los desarrollos posteriores que se leen, al respecto, en el evangelio de Juan tienen su origen remoto en la conciencia misma de Cristo.
Una comunión de conocimiento tan total y absoluta entre Padre e Hijo, observa el Papa en su libro, no se explica sin una comunión ontológica o del ser. Las formulaciones posteriores culminantes en la definición de Nicea, del Hijo como «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre», son por lo tanto desarrollos osados, pero coherentes con el dato evangélico.
La prueba más fuerte del conocimiento que Jesús tenía de su identidad de Hijo es su oración. En ella la filiación no está sólo declarada, sino vivida. Por el modo y la frecuencia con que recurre en la oración de Cristo, la exclamación Abbà da testimonio de una intimidad y familiaridad con Dios sin igual en la tradición de Israel. Si la expresión se ha conservado en su lengua originaria y se ha convertido en la característica de la oración cristiana (Ga 4,6; Rm 8,15) es porque hubo el convencimiento de que se trató de la forma típica de la oración de Jesús [1].
2. ¿Un Jesús de los ateos?
Este dato evangélico proyecta una luz singular sobre el debate actual en torno a la persona de Jesús. En la introducción de su libro, el Papa cita la afirmación de R. Schnackenburg según el cual «sin el arraigo en Dios la persona de Jesús es fugaz, irreal e inexplicable». «Éste -declara el Papa-- es también el punto de apoyo en que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad» [2].
Ello evidencia, en mi opinión, la problemática de una investigación histórica sobre Jesús que no sólo prescinda, sino que excluya de partida la fe; en otras palabras, la plausibilidad histórica de aquello que se ha definido a veces «el Jesús de los ateos». No hablo, en este momento, de la fe en Cristo y en su divinidad, sino de fe en la acepción más común del término, de fe en la existencia de Dios.
Lejos de mí la idea de que los no creyentes no tengan derecho a ocuparse de Jesús. Lo que desearía poner de manifiesto, partiendo de las afirmaciones del Papa citadas, son las consecuencias que se derivan de un punto de partida tal, esto es, cómo la «precomprensión» de quien no cree incide en la investigación histórica enormemente más que la del creyente. Lo contrario de lo que los estudiosos no creyentes piensan.
Si se niega o se prescinde de la fe en Dios, no se elimina sólo la divinidad, o el llamado Cristo de la fe, son también al Jesús histórico tout court; no se salva ni el hombre Jesús. Nadie puede contestar históricamente que el Jesús de los evangelios vive y actúa en continua referencia al Padre celestial, que ora y enseña a orar, que funda todo sobre la fe en Dios. Si se elimina esta dimensión del Jesús de los evangelios no queda de Él absolutamente nada.
Así que si se parte del presupuesto, tácito o declarado, de que Dios no existe, Jesús no es más que uno de tantos ilusos que oró, adoró, habló con su propia sombra, o con la proyección de la propia esencia, en términos de Feuerbach. Jesús sería la víctima más ilustre de lo que el ateo militante Dawkins define «la ilusión de Dios» [3]. Pero ¿cómo se explica entonces que la vida de este hombre "haya cambiado el mundo" y que, a dos mil años de distancia, siga interpelando a los espíritus como ningún otro? Si la ilusión es capaz de obrar lo que hizo Jesús en la historia, entonces Dawkins y los demás tal vez deben revisar su concepto de ilusión.
Existe una sola vía de salida para esta dificultad, la que se abrió camino en el ámbito del «Jesus Seminar» de Berkeley, en los Estados Unidos. Jesús no era un creyente judío; en el fondo era un filósofo itinerante, al estilo de los cínicos [4]; no predicó un reino de Dios, ni un cercano final del mundo; sólo pronunció máximas sapienciales al estilo de un maestro Zen. Su objetivo era reavivar en los hombres la conciencia de sí, convencerles de que no tenían necesidad ni de él ni de otro dios, porque ellos mismos llevaban en sí una chispa divina [5]. ¡Se trata de las cosas -mira por dónde- que lleva décadas predicando la Nueva Era! Una enésima imagen de Jesús producto de la moda del momento. Es verdad: sin el arraigo en Dios, la figura de Jesús es «fugaz, irreal e inexplicable».
3. Preexistencia de Cristo y Trinidad
También en este punto, igual que en la reducción de Jesús a un profeta, el problema no se plantea sólo en la discusión con la crítica no creyente; se suscita, de manera y con espíritu distinto, incluso en el debate teológico dentro de la Iglesia. Veamos en qué sentido.
Acerca del título de Hijo de Dios se asiste a una especie de vuelta al origen en el Nuevo Testamento: al principio se pone en relación con la resurrección de Cristo (Rm 1, 4); Marcos da un paso atrás y lo sitúa en relación con su bautismo en el Jordán (Mc 1, 11); Mateo y Lucas lo remontan a su nacimiento de María (Lc 1, 35). La Carta a los Hebreos obra el salto decisivo, afirmando que el Hijo no empezó a existir en el momento de su venida entre nosotros, sino que existe desde siempre. «Por medio de Él --dice-- [Dios] hizo también el mundo», Él es «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia». Una treintena de años después Juan consagrará esta conquista iniciando su evangelio con las palabras: «En el principio era el Verbo...».
Pero sobre la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre se han planteado, en el ámbito de algunas de las llamadas «nuevas cristologías», tesis bastante problemáticas. En ellas se afirma que la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre es un concepto mítico derivado del helenismo. En términos modernos, esto significaría sencillamente que «la relación entre Dios y Jesús no se desarrolló sólo en un segundo tiempo y por así decirlo casualmente, sino que existe a priori y está fundada en Dios mismo».
En otras palabras, Jesús preexistía en sentido intencional, no real; esto es, en el sentido de que el Padre, desde siempre, había previsto, elegido y amado como hijo al Jesús que un día nacería de María. Preexistía, por lo tanto, no de manera distinta a la de cada uno de nosotros, dado que todo hombre, dice la Escritura, ha sido «elegido de antemano» por Dios como su hijo, ¡antes de la creación del mundo! (Ef 1,4).
Junto a la preexistencia de Cristo entra, en esta perspectiva, también la fe en la Trinidad. Ésta se reduce a algo heterogéneo (una persona eterna, el Padre, más una persona histórica, Jesús, más una energía divina, el Espíritu Santo); algo, además, que no existe ab aeterno, sino que se hace en el tiempo.
Me limito a observar que tampoco esta tesis es nueva. La idea de una preexistencia sólo intencional y no real del Hijo fue planteada, debatida y rechazada por el pensamiento cristiano antiguo. Así que no es verdad que venga impuesta por concepciones nuevas, ya no míticas, que tenemos de Dios, igual que no es cierto que la idea contraria, de una preexistencia eterna, era la única solución concebible en el contexto cultural antiguo y que los Padres no tenían, entonces, posibilidad de elección.
Fotino, en el siglo IV, ya conocía la idea de una preexistencia de Jesús «a modo de previsión» (kata prôgnosin) o «a modo de anticipación» (prochrestikôs). Contra él decretó un sínodo: «Si alguien dice que el Hijo, antes de María, existía sólo según previsión y que no es generado por el Padre antes de los siglos para ser Dios y por medio suyo hacer llegar a la existencia toda las cosas, que sea anatema» [6]. La intención de estos teólogos era elogiable: traducir a un lenguaje comprensible para el hombre de hoy el dato antiguo. Pero lamentablemente, una vez más, lo que se traduce en lenguaje moderno no es el dato definido por los concilios, sino el condenado por los concilios.
Ya san Atanasio observaba que la idea de una Trinidad formada de realidades heterogéneas compromete precisamente la unidad divina que con aquella se quiere asegurar. Si además se admite que Dios «se hace» en el tiempo, nadie nos asegura que su crecimiento y su transformación hayan terminado. Quien deviene, devendrá todavía [7]. ¡Cuánto tiempo y esfuerzo nos ahorraría un conocimiento menos superficial del pensamiento de los Padres!
Desearía concluir esta parte doctrinal de nuestra meditación con una nota positiva, a mi entender de extraordinaria importancia. Durante casi un siglo, desde que Wilhelm Bousset, en 1913, escribió su famoso libro sobre el Kyrios Christos [8], en el ámbito de los estudios críticos ha dominado la idea de que el origen del culto de Cristo como ser divino habría que buscarlo en el contexto helenístico, por lo tanto mucho después de la muerte de Cristo..
En el ámbito de la llamada «tercera investigación» sobre el Jesús histórico, recientemente ha retomado la cuestión desde sus fundamentos Larry Hurtado, profesor de lengua, literatura y teología del Nuevo Testamente en Edimburgo. He aquí la conclusión a la que llega, al término de una investigación de más de 700 páginas:
«La veneración de Jesús como figura divina irrumpió de improviso y rápidamente, no poco a poco y tardíamente, entre círculos de seguidores del siglo I. Más específicamente, los orígenes están en los círculos cristianos judaicos de los primerísimos años. Sólo un modo de pensar iluso sigue atribuyendo la veneración de Jesús como figura divina decisivamente a la influencia de la religión pagana y a la influencia de los gentiles conversos, presentándola como un desarrollo tardío y gradual. Más aún, la veneración de Jesús como "Señor", que encontraba expresión adecuada en la veneración cultual y en la obediencia total, era además general, no limitada ni atribuible a círculos particulares, por ejemplo los "helenistas" o los cristianos gentiles de un hipotético "culto de Cristo sirio". Con toda la diversidad del primer cristianismo, la fe en la condición divina de Jesús era sorprendentemente común» [9].
Esta rigurosa conclusión histórica debería poner fin a la opinión, aún dominante en una cierta divulgación, según la cual el culto divino de Cristo sería un fruto posterior de la fe (impuesto por ley por Constantino en Nicea, en el año 325, ¡según Dan Brown y su Código da Vinci!)
4. La «niña Esperanza»
Además del libro sobre Jesús de Nazaret, el Santo Padre este año nos ha hecho regalo igualmente de la encíclica sobre la esperanza. La utilidad de un documento pontificio, además de su altísimo contenido, está también en el hecho de que concentra en un punto la atención de todos los creyentes, estimulando sobre él la reflexión. En esta línea, querría hacer aquí una pequeña aplicación espiritual y práctica del contenido teológico de la encíclica, mostrando cómo el texto que hemos meditado de la Carta a los Hebreos puede contribuir a alimentar nuestra esperanza.
En la esperanza -escribe el autor de la Carta con una bellísima imagen destinada a hacerse clásica en la iconografía cristiana-- «tenemos como segura y sólida un ancla de nuestra alma, que penetra hasta más allá del velo del santuario, donde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6, 17-20). El fundamento de esta esperanza es precisamente el hecho de que «en estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo». Si nos ha dado al Hijo, dice san Pablo, «¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rm 8,32). He aquí por qué «la esperanza no falla» (Rm 5,5): el don del Hijo es prenda y garantía de todo lo demás y, en primer lugar, de la vida eterna. Si el Hijo es «heredero de todo» (heredem universorum) (Hb 1,2), nosotros somos sus «coherederos» (Rm 8,17).
Los viñadores inicuos de la parábola, viendo llegar al hijo, se dicen: «Éste es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia» (Mt 21,38). En su omnipotencia misericordiosa, Dios Padre ha transformado en un bien este proyecto criminal. ¡Los hombres han matado al Hijo y han alcanzado de verdad la herencia! Gracias a esa muerte, se han convertido en «herederos de Dios y coherederos de Cristo».
Nosotros, criaturas humanas, necesitamos de la esperanza para vivir como del oxígeno para respirar. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, pero también es cierto al revés: mientras hay esperanza hay vida. La esperanza ha sido durante mucho tiempo, y lo es aún, de las tres virtudes teologales, la hermana menor, la pariente pobre. Se habla con frecuencia de la fe, aún más a menudo de la caridad, pero bastante poco de la esperanza.
El poeta Charles Péguy tiene razón cuando compara las tres virtudes teologales con tres hermanas: dos adultas y una niña pequeña. Van caminando de la mano (¡las tres virtudes teologales son inseparables!), las mayores a los lados, la niña en medio. Todos, viéndolas, están convencidos de que son las mayores -la fe y la caridad-- las que llevan a la niña esperanza. Se equivocan: es la niña esperanza la que tira de las otras dos; si ella se detiene, todo se para [10] .
Lo vemos también en el plano humano y social. En Italia se ha frenado la esperaza y con ella la confianza, el impulso, el crecimiento, también económico. El «declive» del que se habla nace de aquí. El miedo al futuro ha ocupado el lugar de la esperanza. La falta de nacimientos es su reflejo más claro. Ningún país necesita meditar la encíclica del Papa como Italia.
La esperanza teologal es el «hilo de lo alto» que sostiene desde el centro todas las esperanzas humanas. «El hilo de lo alto» es el título de una parábola del escritor danés Johannes Joergensen. Habla de la araña que se descuelga de la rama de un árbol a lo largo del hilo que ella misma produce. Posándose en un cercado teje su red, obra maestra de simetría y funcionalidad. Tensa por los lados por otros tantos hilos, todo se sostiene en el centro por ese hilo del que ha bajado. Si se truca uno de los filamentos laterales, la araña interviene, lo repara; pero si se rompe el hilo de arriba (una vez pude comprobarlo con mis propios ojos) todo se distiende y la araña desaparece porque ya no hay nada que hacer. Es una imagen de lo que sucede cuando se truca el hilo de lo alto que es la esperanza teologal. Sólo ésta puede «anclar» las esperanzas humanas a la esperanza «que no falla».
En la Biblia asistimos a verdaderos estremecimientos y sobresaltos de esperanza. Uno de ellos se encuentra en la tercera Lamentación: «Yo -dice el profeta-- soy el hombre que ha visto la miseria... Digo: "¡Ha fenecido mi vigor, y la esperanza que me venía de Yahveh!"».
Pero he aquí el impulso de esperanza que vuelca todo. En cierto momento, el orante se dice: «Pero las misericordias del Señor no se han acabado, ni se ha agotado su ternura; por ello esperaré»; desde el instante en que el profeta decide volver a esperar, el tono del discurso cambia por completo: la lamentación se transforma en súplica confiada. «Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor» (Cf. Lm 3, 1-32).
Nosotros contamos con un motivo mucho más fuerte para tener este sobresalto de esperanza. Dios nos ha dado a su Hijo: ¿cómo no nos dará todo junto a Él? A veces es necesario gritarse: «¡Dios existe y eso basta!». El servicio más precioso que la Iglesia en Italia puede hacer en este momento al país es ayudarle a tener un impulso de esperanza. Contribuye a este fin quien (como ha hecho Benigni en su reciente espectáculo en televisión) no teme contrarrestar el derrotismo, recordando a los italianos los muchos y extraordinarios motivos, espirituales y culturales, que poseen para tener confianza en sus propios recursos.
La vez pasada hablaba de una aromaterapia basada en el óleo de alegría que es el Espíritu Santo. Necesitamos esta terapia para curar la enfermedad más perniciosa de todas: la desesperación, el desaliento, la pérdida de confianza en sí, en la vida y hasta en la Iglesia. «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13): así escribía el Apóstol a los Romanos de su tiempo y lo repite a los de hoy.
No se abunda en la esperanza sin la virtud del Espíritu Santo. En un canto spiritual afro-americano no se hace más que repetir continuamente estas pocas palabras: «Hay un bálsamo en Gilead que cura las almas heridas» (There is a balm in Gilead / to make the wounded whole...). Gilead, o Galaad, es una localidad famosa en el Antiguo Testamento por sus perfumes y ungüentos (Jr 8,22). El canto prosigue: «A veces me siento desalentado y pienso que todo es inútil, pero llega el Espíritu Santo y devuelve la vida al alma mía». Gilead es para nosotros la Iglesia, y el bálsamo que sana es el Espíritu Santo. Él es la estela de perfume que Jesús ha dejado tras de sí, al pasar por esta tierra.
La esperanza es milagrosa: cuando renace en un corazón, todo es diferente, aunque nada haya cambiado. «Los jóvenes se cansan, se fatigan -se lee en Isaías--, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en Yahveh él les renueva el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 30-31).
Donde renace la esperanza renace sobre todo la alegría. El Apóstol dice que los creyentes son spe salvi, «salvados en esperanza» (Rm 8, 24) y que por ello deben ser spe gaudentes, «alegres en la esperanza» (Rm 12, 12). No gente que espera ser feliz, sino gente que es feliz de esperar; feliz ya, ahora, por el simple hecho de esperar.
Que esta Navidad, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, el Dios de la esperanza, por virtud del Espíritu Santo y por intercesión de María «Madre de la esperanza», nos conceda estar alegres en la esperanza y abundar en ella.
En esta tercera y última meditación, dejando ya a los profetas y a Juan el Bautista, nos concentramos exclusivamente en el punto de llegada de todo: el «Hijo». Desde esta perspectiva, el texto de Hebreos evoca de cerca la parábola de los viñadores infieles. También ahí, Dios envía primero a siervos; después, «por último», envía al Hijo diciendo: «A mi Hijo le respetarán» (Mt 21, 33-41).
En un capítulo del libro sobre Jesús de Nazaret, el Papa ilustra la diferencia fundamental entre el título «Hijo de Dios» y el de «Hijo» sin más añadidos. El sencillo título de «Hijo», al contrario de cuanto se podría pensar, es mucho más rico de significado que «Hijo de Dios». Este último llega a Jesús tras una larga hilera de atribuciones: así había sido definido el pueblo de Israel y, singularmente, su rey; así se hacían llamar los faraones y los soberanos orientales, y de tal forma se proclamará el emperador romano. De por sí, no habría sido suficiente por eso para distinguir a la persona de Cristo de cualquier otro «hijo de Dios»
Es distinto el caso del título de «Hijo», sin otro añadido. Aparece en los evangelios como exclusivo de Cristo y es con él que Jesús expresará su identidad profunda. Después de los evangelios es precisamente la Carta a los Hebreos la que testimonia con más fuerza este uso absoluto del título «el Hijo»; está presente allí cinco veces.
El texto más significativo en el que Jesús se define a sí mismo «el Hijo» es Mateo 11, 27: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». La frase, explican los exégetas, tiene un claro origen arameo y demuestra que los desarrollos posteriores que se leen, al respecto, en el evangelio de Juan tienen su origen remoto en la conciencia misma de Cristo.
Una comunión de conocimiento tan total y absoluta entre Padre e Hijo, observa el Papa en su libro, no se explica sin una comunión ontológica o del ser. Las formulaciones posteriores culminantes en la definición de Nicea, del Hijo como «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre», son por lo tanto desarrollos osados, pero coherentes con el dato evangélico.
La prueba más fuerte del conocimiento que Jesús tenía de su identidad de Hijo es su oración. En ella la filiación no está sólo declarada, sino vivida. Por el modo y la frecuencia con que recurre en la oración de Cristo, la exclamación Abbà da testimonio de una intimidad y familiaridad con Dios sin igual en la tradición de Israel. Si la expresión se ha conservado en su lengua originaria y se ha convertido en la característica de la oración cristiana (Ga 4,6; Rm 8,15) es porque hubo el convencimiento de que se trató de la forma típica de la oración de Jesús [1].
2. ¿Un Jesús de los ateos?
Este dato evangélico proyecta una luz singular sobre el debate actual en torno a la persona de Jesús. En la introducción de su libro, el Papa cita la afirmación de R. Schnackenburg según el cual «sin el arraigo en Dios la persona de Jesús es fugaz, irreal e inexplicable». «Éste -declara el Papa-- es también el punto de apoyo en que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad» [2].
Ello evidencia, en mi opinión, la problemática de una investigación histórica sobre Jesús que no sólo prescinda, sino que excluya de partida la fe; en otras palabras, la plausibilidad histórica de aquello que se ha definido a veces «el Jesús de los ateos». No hablo, en este momento, de la fe en Cristo y en su divinidad, sino de fe en la acepción más común del término, de fe en la existencia de Dios.
Lejos de mí la idea de que los no creyentes no tengan derecho a ocuparse de Jesús. Lo que desearía poner de manifiesto, partiendo de las afirmaciones del Papa citadas, son las consecuencias que se derivan de un punto de partida tal, esto es, cómo la «precomprensión» de quien no cree incide en la investigación histórica enormemente más que la del creyente. Lo contrario de lo que los estudiosos no creyentes piensan.
Si se niega o se prescinde de la fe en Dios, no se elimina sólo la divinidad, o el llamado Cristo de la fe, son también al Jesús histórico tout court; no se salva ni el hombre Jesús. Nadie puede contestar históricamente que el Jesús de los evangelios vive y actúa en continua referencia al Padre celestial, que ora y enseña a orar, que funda todo sobre la fe en Dios. Si se elimina esta dimensión del Jesús de los evangelios no queda de Él absolutamente nada.
Así que si se parte del presupuesto, tácito o declarado, de que Dios no existe, Jesús no es más que uno de tantos ilusos que oró, adoró, habló con su propia sombra, o con la proyección de la propia esencia, en términos de Feuerbach. Jesús sería la víctima más ilustre de lo que el ateo militante Dawkins define «la ilusión de Dios» [3]. Pero ¿cómo se explica entonces que la vida de este hombre "haya cambiado el mundo" y que, a dos mil años de distancia, siga interpelando a los espíritus como ningún otro? Si la ilusión es capaz de obrar lo que hizo Jesús en la historia, entonces Dawkins y los demás tal vez deben revisar su concepto de ilusión.
Existe una sola vía de salida para esta dificultad, la que se abrió camino en el ámbito del «Jesus Seminar» de Berkeley, en los Estados Unidos. Jesús no era un creyente judío; en el fondo era un filósofo itinerante, al estilo de los cínicos [4]; no predicó un reino de Dios, ni un cercano final del mundo; sólo pronunció máximas sapienciales al estilo de un maestro Zen. Su objetivo era reavivar en los hombres la conciencia de sí, convencerles de que no tenían necesidad ni de él ni de otro dios, porque ellos mismos llevaban en sí una chispa divina [5]. ¡Se trata de las cosas -mira por dónde- que lleva décadas predicando la Nueva Era! Una enésima imagen de Jesús producto de la moda del momento. Es verdad: sin el arraigo en Dios, la figura de Jesús es «fugaz, irreal e inexplicable».
3. Preexistencia de Cristo y Trinidad
También en este punto, igual que en la reducción de Jesús a un profeta, el problema no se plantea sólo en la discusión con la crítica no creyente; se suscita, de manera y con espíritu distinto, incluso en el debate teológico dentro de la Iglesia. Veamos en qué sentido.
Acerca del título de Hijo de Dios se asiste a una especie de vuelta al origen en el Nuevo Testamento: al principio se pone en relación con la resurrección de Cristo (Rm 1, 4); Marcos da un paso atrás y lo sitúa en relación con su bautismo en el Jordán (Mc 1, 11); Mateo y Lucas lo remontan a su nacimiento de María (Lc 1, 35). La Carta a los Hebreos obra el salto decisivo, afirmando que el Hijo no empezó a existir en el momento de su venida entre nosotros, sino que existe desde siempre. «Por medio de Él --dice-- [Dios] hizo también el mundo», Él es «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia». Una treintena de años después Juan consagrará esta conquista iniciando su evangelio con las palabras: «En el principio era el Verbo...».
Pero sobre la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre se han planteado, en el ámbito de algunas de las llamadas «nuevas cristologías», tesis bastante problemáticas. En ellas se afirma que la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre es un concepto mítico derivado del helenismo. En términos modernos, esto significaría sencillamente que «la relación entre Dios y Jesús no se desarrolló sólo en un segundo tiempo y por así decirlo casualmente, sino que existe a priori y está fundada en Dios mismo».
En otras palabras, Jesús preexistía en sentido intencional, no real; esto es, en el sentido de que el Padre, desde siempre, había previsto, elegido y amado como hijo al Jesús que un día nacería de María. Preexistía, por lo tanto, no de manera distinta a la de cada uno de nosotros, dado que todo hombre, dice la Escritura, ha sido «elegido de antemano» por Dios como su hijo, ¡antes de la creación del mundo! (Ef 1,4).
Junto a la preexistencia de Cristo entra, en esta perspectiva, también la fe en la Trinidad. Ésta se reduce a algo heterogéneo (una persona eterna, el Padre, más una persona histórica, Jesús, más una energía divina, el Espíritu Santo); algo, además, que no existe ab aeterno, sino que se hace en el tiempo.
Me limito a observar que tampoco esta tesis es nueva. La idea de una preexistencia sólo intencional y no real del Hijo fue planteada, debatida y rechazada por el pensamiento cristiano antiguo. Así que no es verdad que venga impuesta por concepciones nuevas, ya no míticas, que tenemos de Dios, igual que no es cierto que la idea contraria, de una preexistencia eterna, era la única solución concebible en el contexto cultural antiguo y que los Padres no tenían, entonces, posibilidad de elección.
Fotino, en el siglo IV, ya conocía la idea de una preexistencia de Jesús «a modo de previsión» (kata prôgnosin) o «a modo de anticipación» (prochrestikôs). Contra él decretó un sínodo: «Si alguien dice que el Hijo, antes de María, existía sólo según previsión y que no es generado por el Padre antes de los siglos para ser Dios y por medio suyo hacer llegar a la existencia toda las cosas, que sea anatema» [6]. La intención de estos teólogos era elogiable: traducir a un lenguaje comprensible para el hombre de hoy el dato antiguo. Pero lamentablemente, una vez más, lo que se traduce en lenguaje moderno no es el dato definido por los concilios, sino el condenado por los concilios.
Ya san Atanasio observaba que la idea de una Trinidad formada de realidades heterogéneas compromete precisamente la unidad divina que con aquella se quiere asegurar. Si además se admite que Dios «se hace» en el tiempo, nadie nos asegura que su crecimiento y su transformación hayan terminado. Quien deviene, devendrá todavía [7]. ¡Cuánto tiempo y esfuerzo nos ahorraría un conocimiento menos superficial del pensamiento de los Padres!
Desearía concluir esta parte doctrinal de nuestra meditación con una nota positiva, a mi entender de extraordinaria importancia. Durante casi un siglo, desde que Wilhelm Bousset, en 1913, escribió su famoso libro sobre el Kyrios Christos [8], en el ámbito de los estudios críticos ha dominado la idea de que el origen del culto de Cristo como ser divino habría que buscarlo en el contexto helenístico, por lo tanto mucho después de la muerte de Cristo..
En el ámbito de la llamada «tercera investigación» sobre el Jesús histórico, recientemente ha retomado la cuestión desde sus fundamentos Larry Hurtado, profesor de lengua, literatura y teología del Nuevo Testamente en Edimburgo. He aquí la conclusión a la que llega, al término de una investigación de más de 700 páginas:
«La veneración de Jesús como figura divina irrumpió de improviso y rápidamente, no poco a poco y tardíamente, entre círculos de seguidores del siglo I. Más específicamente, los orígenes están en los círculos cristianos judaicos de los primerísimos años. Sólo un modo de pensar iluso sigue atribuyendo la veneración de Jesús como figura divina decisivamente a la influencia de la religión pagana y a la influencia de los gentiles conversos, presentándola como un desarrollo tardío y gradual. Más aún, la veneración de Jesús como "Señor", que encontraba expresión adecuada en la veneración cultual y en la obediencia total, era además general, no limitada ni atribuible a círculos particulares, por ejemplo los "helenistas" o los cristianos gentiles de un hipotético "culto de Cristo sirio". Con toda la diversidad del primer cristianismo, la fe en la condición divina de Jesús era sorprendentemente común» [9].
Esta rigurosa conclusión histórica debería poner fin a la opinión, aún dominante en una cierta divulgación, según la cual el culto divino de Cristo sería un fruto posterior de la fe (impuesto por ley por Constantino en Nicea, en el año 325, ¡según Dan Brown y su Código da Vinci!)
4. La «niña Esperanza»
Además del libro sobre Jesús de Nazaret, el Santo Padre este año nos ha hecho regalo igualmente de la encíclica sobre la esperanza. La utilidad de un documento pontificio, además de su altísimo contenido, está también en el hecho de que concentra en un punto la atención de todos los creyentes, estimulando sobre él la reflexión. En esta línea, querría hacer aquí una pequeña aplicación espiritual y práctica del contenido teológico de la encíclica, mostrando cómo el texto que hemos meditado de la Carta a los Hebreos puede contribuir a alimentar nuestra esperanza.
En la esperanza -escribe el autor de la Carta con una bellísima imagen destinada a hacerse clásica en la iconografía cristiana-- «tenemos como segura y sólida un ancla de nuestra alma, que penetra hasta más allá del velo del santuario, donde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6, 17-20). El fundamento de esta esperanza es precisamente el hecho de que «en estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo». Si nos ha dado al Hijo, dice san Pablo, «¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rm 8,32). He aquí por qué «la esperanza no falla» (Rm 5,5): el don del Hijo es prenda y garantía de todo lo demás y, en primer lugar, de la vida eterna. Si el Hijo es «heredero de todo» (heredem universorum) (Hb 1,2), nosotros somos sus «coherederos» (Rm 8,17).
Los viñadores inicuos de la parábola, viendo llegar al hijo, se dicen: «Éste es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia» (Mt 21,38). En su omnipotencia misericordiosa, Dios Padre ha transformado en un bien este proyecto criminal. ¡Los hombres han matado al Hijo y han alcanzado de verdad la herencia! Gracias a esa muerte, se han convertido en «herederos de Dios y coherederos de Cristo».
Nosotros, criaturas humanas, necesitamos de la esperanza para vivir como del oxígeno para respirar. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, pero también es cierto al revés: mientras hay esperanza hay vida. La esperanza ha sido durante mucho tiempo, y lo es aún, de las tres virtudes teologales, la hermana menor, la pariente pobre. Se habla con frecuencia de la fe, aún más a menudo de la caridad, pero bastante poco de la esperanza.
El poeta Charles Péguy tiene razón cuando compara las tres virtudes teologales con tres hermanas: dos adultas y una niña pequeña. Van caminando de la mano (¡las tres virtudes teologales son inseparables!), las mayores a los lados, la niña en medio. Todos, viéndolas, están convencidos de que son las mayores -la fe y la caridad-- las que llevan a la niña esperanza. Se equivocan: es la niña esperanza la que tira de las otras dos; si ella se detiene, todo se para [10] .
Lo vemos también en el plano humano y social. En Italia se ha frenado la esperaza y con ella la confianza, el impulso, el crecimiento, también económico. El «declive» del que se habla nace de aquí. El miedo al futuro ha ocupado el lugar de la esperanza. La falta de nacimientos es su reflejo más claro. Ningún país necesita meditar la encíclica del Papa como Italia.
La esperanza teologal es el «hilo de lo alto» que sostiene desde el centro todas las esperanzas humanas. «El hilo de lo alto» es el título de una parábola del escritor danés Johannes Joergensen. Habla de la araña que se descuelga de la rama de un árbol a lo largo del hilo que ella misma produce. Posándose en un cercado teje su red, obra maestra de simetría y funcionalidad. Tensa por los lados por otros tantos hilos, todo se sostiene en el centro por ese hilo del que ha bajado. Si se truca uno de los filamentos laterales, la araña interviene, lo repara; pero si se rompe el hilo de arriba (una vez pude comprobarlo con mis propios ojos) todo se distiende y la araña desaparece porque ya no hay nada que hacer. Es una imagen de lo que sucede cuando se truca el hilo de lo alto que es la esperanza teologal. Sólo ésta puede «anclar» las esperanzas humanas a la esperanza «que no falla».
En la Biblia asistimos a verdaderos estremecimientos y sobresaltos de esperanza. Uno de ellos se encuentra en la tercera Lamentación: «Yo -dice el profeta-- soy el hombre que ha visto la miseria... Digo: "¡Ha fenecido mi vigor, y la esperanza que me venía de Yahveh!"».
Pero he aquí el impulso de esperanza que vuelca todo. En cierto momento, el orante se dice: «Pero las misericordias del Señor no se han acabado, ni se ha agotado su ternura; por ello esperaré»; desde el instante en que el profeta decide volver a esperar, el tono del discurso cambia por completo: la lamentación se transforma en súplica confiada. «Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor» (Cf. Lm 3, 1-32).
Nosotros contamos con un motivo mucho más fuerte para tener este sobresalto de esperanza. Dios nos ha dado a su Hijo: ¿cómo no nos dará todo junto a Él? A veces es necesario gritarse: «¡Dios existe y eso basta!». El servicio más precioso que la Iglesia en Italia puede hacer en este momento al país es ayudarle a tener un impulso de esperanza. Contribuye a este fin quien (como ha hecho Benigni en su reciente espectáculo en televisión) no teme contrarrestar el derrotismo, recordando a los italianos los muchos y extraordinarios motivos, espirituales y culturales, que poseen para tener confianza en sus propios recursos.
La vez pasada hablaba de una aromaterapia basada en el óleo de alegría que es el Espíritu Santo. Necesitamos esta terapia para curar la enfermedad más perniciosa de todas: la desesperación, el desaliento, la pérdida de confianza en sí, en la vida y hasta en la Iglesia. «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13): así escribía el Apóstol a los Romanos de su tiempo y lo repite a los de hoy.
No se abunda en la esperanza sin la virtud del Espíritu Santo. En un canto spiritual afro-americano no se hace más que repetir continuamente estas pocas palabras: «Hay un bálsamo en Gilead que cura las almas heridas» (There is a balm in Gilead / to make the wounded whole...). Gilead, o Galaad, es una localidad famosa en el Antiguo Testamento por sus perfumes y ungüentos (Jr 8,22). El canto prosigue: «A veces me siento desalentado y pienso que todo es inútil, pero llega el Espíritu Santo y devuelve la vida al alma mía». Gilead es para nosotros la Iglesia, y el bálsamo que sana es el Espíritu Santo. Él es la estela de perfume que Jesús ha dejado tras de sí, al pasar por esta tierra.
La esperanza es milagrosa: cuando renace en un corazón, todo es diferente, aunque nada haya cambiado. «Los jóvenes se cansan, se fatigan -se lee en Isaías--, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en Yahveh él les renueva el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 30-31).
Donde renace la esperanza renace sobre todo la alegría. El Apóstol dice que los creyentes son spe salvi, «salvados en esperanza» (Rm 8, 24) y que por ello deben ser spe gaudentes, «alegres en la esperanza» (Rm 12, 12). No gente que espera ser feliz, sino gente que es feliz de esperar; feliz ya, ahora, por el simple hecho de esperar.
Que esta Navidad, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, el Dios de la esperanza, por virtud del Espíritu Santo y por intercesión de María «Madre de la esperanza», nos conceda estar alegres en la esperanza y abundar en ella.
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