domingo, 30 de junio de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio según San Lucas 9,51-62. 
Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén.
Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento.
Pero los samaritanos no lo quisieron recibir porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?»
Pero Jesús se volvió y los reprendió.
Y continuaron el camino hacia otra aldea.
Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.»
Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.»
Jesús dijo a otro: «Sígueme». El contestó: «Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre.»
Jesús le dijo: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vé a anunciar el Reino de Dios.»
Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero antes déjame despedirme de mi familia.»
Jesús le contestó: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»

Leer el comentario del Evangelio por  Beato Juan XXIII (1881-1963), papa 
Diario del alma, junio 1957( antes de su elección al Papado)
“Te seguiré adondequiera que vayas”

“En el atardecer, danos tu luz, Señor.” Estamos en el atardecer. Estoy en los sesenta-y-seis años de mi vida que es un don magnífico del Padre celestial. Las dos terceras partes de mis contemporáneos han pasado ya a la otra vida. Así que yo también me tengo que preparar para el gran momento. El pensamiento de la muerte no me produce inquietud... Mi salud es excelente y todavía robusta, pero no me tengo que fiar. Me quiero preparar a poder responder: “Aquí estoy”, a la llamada, tal vez inesperada. La vejez –que es otro gran don del Señor- tiene que ser para mí motivo de callada alegría interior y de abandono diario al Señor mismo, al que me dirijo como un niño hacia los brazos abiertos de su padre. 

Mi ya larga y humilde vida se ha ido devanando como una madeja bajo el signo de la simplicidad y de la pureza. No me cuesta nada reconocer y repetir que no soy más ni valgo más que un pobre pordiosero. El Señor me hizo nacer en el seno de una familia pobre. El ha pensado en todo. Yo le he dejado hacer... Es verdad que “la voluntad de Dios es mi paz.” Y mi esperanza está puesta totalmente en la misericordia de Jesús...

Pienso que el Señor me tiene reservado, para mi completa mortificación y purificación, para admitirme en su gozo eterno, alguna gran aflicción o pena, del cuerpo y del espíritu antes de que me muera. Bien, pues, lo acepto de todo corazón, que sirva todo para su mayor gloria y el bien de mi alma y de mis queridos hijos espirituales. Temo la debilidad de mi resistencia y le pido que me ayude ya que no tengo casi ninguna confianza en mí mismo, pero una total confianza en el Señor Jesús.

Hay dos puertas que dan al paraíso: la inocencia y la penitencia. ¿Quién puede pretender, oh hombre frágil, encontrar la primera abierta de par en par? Pero la segunda es acceso seguro. Jesús pasó por ella con su cruz cargado, expiando nuestros pecados. El nos invita a seguirlo.

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