miércoles, 14 de abril de 2010

MI TESTIMONIO.




Llevo cuarenta y un años de sacerdote. Nunca podré agradecer bastante haber tenido unos padres que me llevaron al Templo desde pequeño, pidieron el bautismo para mi y fueron el cauce fundamental (no el único) por el que Dios me regaló la fe cristiana.
Comienzo a percibir la vocación sacerdotal en mi infancia, cuando acompañaba a mis padres a la parroquia de Santiago de Ciudad Real. Sentía cierta envidia del grupo de monaguillos que ayudaban a Misa… Te gustaría agregarte a la pandilla. Y lo logras. Y todos los días pones el despertador que fue el primer regalo que me hicieron mis padres al pasar a la “sagrada orden de los monaguillos”…, y te levantas temprano, muy temprano, y vas a Misa todos los días, con lluvia o con nieve, con ganas y sin ganas, tosiendo o sin toser…, porque mi padre me enseñó, con su ejemplo, que si uno se comprometía a algo tenía que cumplirlo. Y jamás pierdes el Colegio porque también es sagrado. ¡Con qué fruición y hasta presunción respondía en latín a las oraciones del sacerdote en la Eucaristía! No entendía nada de lo que decía… ¡Quién me iba a decir que unos años después estudiaría a Cicerón y traduciría textos difíciles de Tito Livio, por obra y gracia de mis sabios profesores!…
Te acuerdas de la rosca de churros a que nos convidaba el cura párroco los domingos y fiestas de guardar y añoras los juegos en la misteriosa torre…, porque las torres siempre han ejercido y siguen ejerciendo un peculiar atractivo a niños y mayores. Y te encaramas al trono de Pilato (Paso procesional que estaba al fondo de la Iglesia todo el año) y, cuando el cura no te veía, jugabas con la cuerda que ataba las manos de aquella imagen de Jesús azotado y coronado de espinas, expuesto a la mofa del pueblo, sin darte apenas cuenta de lo que aquello significaba. Todo, todo, amasado de amor que despierta todas esas pequeñas vivencias que por eso aún recuerdo y recordaré hasta que muera o falle mi memoria.
…Y un buen día el coadjutor de la Parroquia te sugiere entrar en el Seminario y dices que sí porque sabes que a tu madre le encantaría tener un hijo sacerdote y a ti no te desagrada. Y no te planteas entonces que puedas estar en otro sitio porque te encuentras muy a gusto en el Seminario y allí pasas frío y algo de hambre y pasas miedo porque algunos profesores son muy exigentes, pero los disculpas porque piensas que lo hacen creyendo que es lo mejor para ti. Y te curtes en el deporte y ríes mucho, por cualquier gansada, y te lo pasas muy bien con los compañeros y sigues gozando con los pequeños detalles de cada día. Y disfrutas con los largos paseos de los jueves y sientes algo de envidia también los domingos por la tarde cuando escuchas el rumor de la calle y tú tienes que estudiar para las clases del lunes.
Pbro:Antonio González Villén

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