El relato evangélico del encuentro entre Jesús y la samaritana es muy rico y de él mucho se puede decir. Sin embargo, hoy quiero concentrarme fijando la atención sólo en algunos particulares.
Lo primero es en la figura del Señor, caminante cansado del camino, que ahora encontramos sentado, junto al pozo, en Sicar. Y Jesús pide. Jesús tiene sed y necesita saciar su sed. Y Jesús pide, le pide a una mujer de beber. Vemos a Jesús como si fuera un mendicante al costado del camino, ¡Él que es rico!
“Dame de beber”, le dice a aquella mujer que ha ido a buscar agua a esa hora. “Dame de beber”. Esto es el inicio de un diálogo. Debemos saber que todo diálogo con el Señor se puede convertir en diálogo de salvación porque hace descubrir al interlocutor quién es Jesús. De inmediato se ve que el que pide es quien ha venido para dar. Es así, Jesús primero pide, solicita algo de nosotros y lo hace para darnos algo mucho más grande, infinitamente mayor. Ante el estupor de la mujer, que un hombre judío se dirija a un samaritano y encima que sea mujer, Jesús responde a ese reto con palabras más desconcertantes: “si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide…”. Está como queriendo decir: “El que te pide es el que te dará en sobreabundancia. Si supieras, mujer, quien es el que te pide tú misma correrías ya no a darle sino a pedirle”. Este mismo hombre que ella tiene delante aquel mediodía y le dice “Dame de beber”, a esa misma hora de otro día, el día de su Pasión, dirá: “Tengo sed”. “Sed de ti, de tu salvación, sed de salvar a todas las almas”.
“Tengo sed” son dos palabras que proferidas de la boca del Cristo exangüe penetran profundamente en el alma de quien las evoca.
La Beata Madre Teresa hizo poner en todas las casas de las Misioneras de la Caridad, junto al sagrario, esas mismas palabras: “tengo sed”. Lo hizo seguramente para apagar la sed del Crucificado en el Calvario a través de la caridad hacia todos los más pobres y miserables en los que está Cristo, pero también lo hizo para responder al anhelo del Sagrado Corazón, cuando el Señor le dijo a santa Margarita María Alacoque: “Tengo sed, una sed tan ardiente de ser amado por los hombres en el Santísimo Sacramento que esta sed me consume”.
El Santo Padre Benedicto XVI escribió que el costado traspasado de Jesús en la cruz es el manantial al que hay que recurrir para experimentar más a fondo el amor del Señor y ese conocimiento de su amor se da ante la actitud humilde del corazón de quien adora silenciosamente.
Éste es el don de Dios: la adoración y la adoración perpetua. Éste es el modo de apagar la sed de nuestro Señor: adorándolo y adorándolo sin interrupción, día y noche.
Como a la samaritana, es Jesús quien ahora a ti te invita, quien te pide que pases una hora con él.
“¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?” (Cfr Mt 26:40), son las palabras de la agonía del Getsemaní, palabras de infinita tristeza, queja amarga que resuena en todos los tiempos. Una hora, te pide. Tan solo una hora.
Fíjate que te pide para darte, como lo hizo con aquella mujer de Sicar. Te pide una hora para colmarte, no sólo esa hora a la que le dará un nuevo valor y la multiplicará en gracias, sino para colmar tu vida. Quien quiere apagar su sed es quien ha de saciarte y volver plena tu vida.
“Si tú conocieras el don de Dios!”.
El don es el de adorarlo, de darle una hora santa de adoración y ofreciéndola recibir tanto!
Es que ha llegado la hora, y es ésta, de los que adoran a Dios en espíritu y verdad.
Quien adora al Santísimo Sacramento adora a Dios en espíritu y verdad. Porque por y en el Espíritu adoramos a Dios, en Jesucristo -que es Dios y uno con el Padre y el Espíritu Santo- y que está verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento.
Cuando adoramos a Jesús Eucaristía nos hacemos testigos de su Presencia divina y, como la samaritana, otros creen por el testimonio que damos de nuestra experiencia de fe y de nuestro amor. Otros no sólo creen sino que pueden acercarse a Él porque con nuestra presencia continua permitimos que las puertas de la iglesia estén abiertas día y noche. Queridos hermanos, pensad ¡cuántos alejados de Dios se acercarán atraídos por esas puertas abiertas, signo de los brazos abiertos de nuestro Señor, que acoge a quien está herido por la vida, quien está solo y desesperado y quien lo busca con corazón sincero!
Y tú, no sólo te estás regalando esa hora con tu Señor sino que haces posible que otros alcancen al Redentor y hagan experiencia de su misericordia y encuentren la salvación, porque habrán encontrado al Salvador.
“Si tú conocieras el don de Dios!”.
Esto, queridos amigos, no es teoría, no son conjeturas sino realidad. Muchísimos son los testimonios de conversiones, de verdaderos milagros espirituales.
Estando en Italia otro sacerdote dio un testimonio: donde él vive hay una iglesia que está abierta día y noche. Una persona que había decidido acabar con su vida salió de su casa, hacia la medianoche, buscando dónde suicidarse y pasando cerca de la iglesia se sintió como atraída. Entró y se quedó hasta las cuatro de la madrugada. Esa persona buscaba el lugar para su muerte y encontró en aquella iglesia a Aquél que dice: “Yo soy la Vida”. Esa persona hoy da su testimonio.
Hace no mucho un arzobispo me contaba que un médico que él conoce y que se decía agnóstico, digamos ateo, se sintió interpelado por la capilla de adoración perpetua. Se decía: “¿Qué habrá en esa capilla que siempre va la gente y está abierta de día y de noche?” Pues, fue. Y le contaba al arzobispo que desde aquella primera vez no dejó de ir y que todas las mañanas se levanta media hora antes para visitar al Santísimo.
“Si tú conocieras el don de Dios!”.
La samaritana se preguntaba cómo podría darle el Señor a ella de beber si no estaba provisto de cubo y el pozo era hondo. También tú te puedes preguntar cómo puede ser que estando allí una hora ante el Santísimo puedan pasar grandes cosas, a nosotros y a otros.
Queridos hermanos, Él todo lo puede desde esa apariencia frágil, silenciosa, en el pan consagrado. Jesús llega a la mayor profundidad del pozo de nuestra alma para extraer el mal y para con su gracia transformar nuestra aridez en vida.
Queridos hermanos, los invitamos a participar de la adoración perpetua, a experimentar el don de Dios, a dar testimonio de la presencia real, verdadera, del Señor en la Eucaristía.
Cuando hacemos experiencia del Señor en adoración ya no nos preguntamos como lo hacía Israel (primera lectura del Éxodo) si “el Señor está o no con nosotros”, porque sabemos que Él es el Emmanuel, el que está con nosotros siempre, porque ha venido por nosotros. Amén.
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