sábado, 19 de septiembre de 2009

DISFRUTA DE LA SIGUIENTE PRÈDICA


“Señor, ¿son pocos los que se salvan?”
“Luchad por entrar por la puerta estrecha”
(Muchos serán los que no podrán entrar) (Cfr Lc 12:23-34)

¿Cuál es esta puerta estrecha de la que habla Jesús?
Evidentemente la puerta que da el acceso a la vida eterna, al Cielo.
Pero, ¿por qué “estrecha”? ¿Qué hace que sea estrecha?
Estrecha porque para pasar por ella hay que hacer la voluntad de Dios. Porque no caben voluntades contrarias a las de Dios.

La libertad es algo grandioso. Pero la libertad no sirve de nada, más bien puede ser instrumento de condenación, cuando no está sometida al amor. La libertad como un absoluto no sirve al bien sino al mal.
Cuando no seguimos los caminos del Señor la libertad destruye.
¿Por qué digo esto? Porque a cada paso de nuestra vida se abren muchos senderos pero muchos de ellos no conducen a un buen fin.
Y tomar un camino u otro depende de mi libre voluntad.
Muchos son los caminos que no siguen o no persiguen la verdad, que no dan paz y algunos penetran en las tinieblas.
La elección es siempre nuestra. Sí, se puede hablar de condicionamientos y los hay, pero en última instancia hay una decisión íntima de aceptación o rechazo.
Ustedes, ahora mismo, podrían estar en otro lugar. Podrían buscar diversiones y tantas otras cosas. Hasta alguno puede estar contra su voluntad y su mente vagar a otros espacios e imágenes.
Yo puedo hacer mi vida santa o puedo volverme un criminal. Puedo darme al verdadero amor, en Dios y de Dios, o puedo volverme malvado y egoísta.
La puerta estrecha es la puerta del amor, de la salvación, es aquel yugo suave, aquella carga ligera (Cfr Mt 11:30) que me lleva a la eterna felicidad, felicidad que puedo vivir ya, desde ahora.

¡Ah, la voluntad de Dios! ¡Y la voluntad del hombre!
San Pablo, en su carta a los romanos, exhorta a no acomodarse a la mentalidad del mundo sino, dice: “transformaos meditante la renovación de vuestra mente (es decir: convertíos), de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”
(Cfr Rom 12:2).
Debemos discernir, pasar cada propuesta de vida por el cernidor para rechazar aquello que va contra la voluntad de Dios. Ese es el trabajo de la voluntad, el rechazar acomodarse con los valores que propone el mundo y esforzarnos, luchar según la respuesta de Jesús, para seguir el camino de conversión que cada día se nos presenta.

Entonces, la pregunta a hacer ahora es: ¿cómo puedo reconocer la voluntad de Dios? Sabemos sí cuáles son los mandamientos (aunque muchas veces no se hace un adecuado examen de conciencia y se los pasa por la superficie, a la ligera. Si nos pusiéramos a analizar en cada situación particular qué me están diciendo, veríamos cuántas cosas no se harían o se verían que son transgresiones de la Ley. A veces veo los negocios, farmacias, kioscos, cuántas cosas se venden que significan ofensas a Dios o instrumentos de pecado), pero en un caso específico donde nos parece que dos o quizás más opciones a emprender se presentan como todas buenas, ¿cuál es aquella agradable a Dios, perfecta? Quizás me puedan objetar que estos no son problemas que normalmente aparecen al común de las personas, que no todas están haciendo un camino de perfección. Entonces, podemos ir al otro caso, al más actual de gran confusión moral, de pérdida de la noción de pecado (el Card. Biffi no estaba de acuerdo con eso de que se ha perdido la noción de pecado. Dice él que sí existe, pero como noción de pecado “de los otros”. Constantemente se acusa a los otros de cometer el mal y casi nadie se acusa a sí mismo de pecado!). Bueno, en ese caso de no saber muy bien qué está bien y qué está mal. ¿Cómo sé qué está bien? ¿A quién recurro?
La respuesta más inmediata es a las enseñanzas de la Iglesia y en el orden práctico a un sacerdote. Pero, hay otra instancia: la escucha de Dios.
¿Cómo es eso?
A Dios se lo “escucha” en el corazón. Cuando se sigue un camino espiritual, aunque estemos muy lejos de la santidad, el Espíritu “habla”. Es como un sensor que nos indica qué está bien y qué está mal, y además nos da mociones.
Pero, para eso hay que estar muy atento.
Por eso, la adoración silenciosa es el ámbito ideal para la atenta escucha. En el silencio interior, cuando la presencia eucarística se vuelve Palabra que se adora, la Palabra habla y el silencio se vuelve escucha.
Por la adoración no sólo descubro al Dios oculto sino que descubro también su voluntad.
En la adoración encontramos a Dios, nos encontramos a nosotros mismos y encontramos al otro.
“Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta entraré a su casa” (Ap 3:20). El Señor está a nuestra puerta y llama. Es el mismo Señor que nos ha dicho que la otra puerta, la que da a la vida eterna es estrecha. Sí, es estrecha, pero a menudo nuestra puerta está cerrada. Entonces si nos cerramos a la llamada de Dios, si no escuchamos su voz, cómo vamos a pretender salvarnos.
Debo abrir esa puerta, abrirme para alcanzar la salvación. De algo puedo estar seguro: si me abro a la adoración abro mi puerta. Me abro a la escucha de Dios. Me abro a la santidad de Dios quien me convence que para adorar yo también debo ser santo.

Si no hay silencio en mi corazón no puedo escuchar a Dios. Si no me abro a su presencia no recibo la gracia, el don.
En tiempos de tanto ruido no se escucha a Dios. Es necesario hacer silencio, detener esa carrera frenética que nos aparta de Dios, que no lleva a nada bueno. Detenerse en el camino de la agitada cotidianeidad y escuchar qué me dice Dios.
En tiempos de tanta confusión no se encuentra la puerta estrecha, no se encuentra el camino. Entonces, hay que detenerse en adoración para encontrar el justo camino y para encontrar la alegría, la paz y la protección que nos acompañe a lo largo de la ruta de la salvación.
En nosotros está la elección, y no sólo el elegir llegar a la salvación sino también el hacer que otros, quizás muy alejados de Dios, puedan también ellos entrar por esa puerta estrecha.
Como escribía san Benito (en el prólogo a la Regla para los monasterios) al comienzo este camino parece demasiado estrecho, pero mientras se progresa en la conversión se “corre con el corazón dilatado en la inefable dulzura del amor”.
La puerta sigue siendo la que es, estrecha, a nosotros nos toca aprender –adorando- a hacernos pequeños, humildes y atentos para pasar por ella.

¡Alabado sea Jesucristo!
P. Justo Antonio Lofeudo mss

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